lunes, 29 de octubre de 2012

DÍA DE DIFUNTOS


            Pedro murió de repente. Al parecer un ataque al corazón. Sin previo aviso ni síntomas. Un día estaba jugando al fútbol y contando sus chistes malos de siempre y al día siguiente en una ambulancia con las sirenas a todo trapo y un enfermero montado a horcajadas dándole golpes en el pecho. Golpes que no sirvieron para nada, cuando llegó al hospital ya era un cadáver.
            Me llamaron al móvil a eso de la una de la tarde. Yo iba por la calle, camino a Correos, cuando su hermana me contó lo sucedido entre lágrimas y sollozos. Me quedé parado en mitad de la concurrida calle mientras la gente seguía pasando con prisa junto a mí en dirección a sus quehaceres. No me lo podía creer. Pedro, mi amigo de toda la vida, había muerto esa noche.
            No sabía que hacer. Todo a mi alrededor tenía un aspecto de irrealidad, de semitransparencia , como una ventana sobre la que los ríos de lluvia producen una visión deformada de la calle.
-         Dónde está, pregunté al fin con una voz que me sonaba ajena y lejana.
-         En el tanatorio del cementerio, dijo Elena.
-         Voy para allá, dije.
Cuando colgué el teléfono aún me quedé unos minutos mirando, dudando si la llamada había sido real o no. Abrí el menú de llamadas recibidas, allí estaba, Helena hacía a penas unos segundo. Era verdad.
Desanduve parte del camino hasta la parada de bus del Puente Genil donde paraba el autobús que subía al cementerio. Como era un día de semana no había nadie. Los fines de semana la gente se agolpa para subir a rendir culto a las tumbas vacías, pero durante la semana la gente en su cotidianeidad se olvida de tan funesta costumbre.
Pasaron más de diez minutos hasta que llegó el autobús. Subí. Había sentada otra persona. Una señora menuda, renegrida bajo el negro, con cabellos amarillentos e hirsutos. Sus ojos apenas se atisbaban en lontananza, perdidos en las profundidades de los arcos supraciliares. Los pómulos vueltos hacia el interior de la caverna de su boca desdentada. Sus sarmentosas manos agarrando férreamente un bolso de piel negro, liso, sin adornos, sin un dorado. La oscuridad brotaba de todo su ser y se expandía a su alrededor como una niebla densa y fría.
            Me senté lo más lejos posible de ella. Al pasar a su lado un frío intenso me atenazó la columna y me hizo temblar un instante. Me acomodé al final del autobús y el calor volvió a mi cuerpo mientras el bus arrancaba. Enfilamos la Carretera de la Sierra, con su huertas verdes defendidas por los montes del Serrallo y, después, giramos en la rotonda para subir por la empinada cuesta que dirige al cementerio. Al subir me topé con lo que en tiempo había sido el Barranco del Abogado, que ahora es un mordisco de cemento para la construcción de una clínica privada.
            Por fin, el autobús llego a la parada del cementerio. Dejé que la figura enlutada saliera primero. Se levantó con seguridad y flotó unos instantes hasta la puerta del autobús. Cuando salió, una súbita claridad iluminó el vehículo como si un atrevido rayo de sol sorteara en una tarde plomiza el cerco de las grises nubes. La anciana se alejó sin aparente esfuerzo en dirección a la entrada del cementerio, la ciudad del silencio.
            Yo también baje y me dirigí hacia la izquierda, hacia el tanatorio. Cuando llegué sólo estaba Elena. Nos dimos un prolongado abrazo, mientras ella sollozaba sobre mi hombro. Yo no lloré, por respeto y por discreción.
-         Dónde están todos, pregunté.
-         Han ido a casa a descansar un poco y ducharse, hemos estado toda la noche en vela. Intentamos llamarte pero tenías el teléfono desconectado.
-         Si, se ve que se quedó sin batería en algún momento y no me di cuenta.
-         Eres como para una emergencia, me reprochó dulcemente.
      Yo no contesté. Para qué explicarle que una vez que uno muere se terminan las urgencias de forma definitiva. Para qué explicarle que el muerto ya no tiene prisa, que no va a ir a ningún sitio. No, mejor no decir nada.
-         Porqué no vas a tomar algo, le dije. Yo me quedo.
      Ella asintió y dijo que no había comido nada desde la tarde anterior y que le vendría bien un café y un bocadillo. Cogió sus cosas y se fue para el bar.
      Al fin me quedé solo en aquella pequeña sala. Aún no había echado un vistazo a mi amigo. Apenas veía su cara por encima de las flores al final de la sala. Permanecí unos segundos en la puerta pensando que cuando me acercara y lo viera yerto todo habría acabado, ya no habría vuelta atrás. Desde allí todavía cabía la posibilidad de que aquel cuerpo quieto y silencioso no fuera el de Pedro, que fuera otro. Y si salía por la puerta cualquier día me lo volvería a encontrar por la calle.
      Resoplé con esfuerzo y di un pequeño paso, y luego otro. Y , lentamente, con precaución, me fui acercando hasta el ataúd.
      Por fin pude verlo. Estaba vestido con un traje, como si fuera a ir a una entrevista de trabajo, pensé, con el paro galopante que hay. Las manos a ambos costados, boca abajo. La cara mirando al techo. Pétreo como una estatua.
      No me atreví a tocarlo, a notar la frialdad de su piel, a sentir su inmovilidad total y permanente.
      Cogí una silla y me senté junto a él.
      - Ay; Pedro, que pena, le dije. Y me di cuenta de que había hablado en voz alta. Pero me sentí mejor y proseguí. Te acuerdas cuando éramos pequeños y jugábamos en el parque. Y los días de tormenta que me iba a tu casa y nos pasábamos la tarde entera con el ordenador y merendábamos cualquier cosa que nos preparaba tu madre.
      Y cuando apostamos en el instituto a ver quien sacaría mas nota en un examen y nos pasamos la noche entera estudiando y sacamos un diez toda la clase porque nos habían pasado las preguntas de la otra clase. Y cuando te caíste en gimnasia y te rompiste el codo y yo te llevé a tu casa porque en el instituto nadie se podía quedar con el resto de la clase y el profesor decía que no era nada. Y te tuvieron que operar y pasaste meses de rehabilitación lenta y dolorosa.
      Y cuando nos fuimos de vacaciones y nos montamos en aquel coche de tus primos que siempre iban fumados y poníamos a Dire Straits a toda pastilla y volábamos por las calles. Y cuando jugábamos al basket en pleno verano a cuarenta grados, hora tras hora, sudorosos y extenuados.
      Y así sin reparar en el paso del tiempo, recordando nuestra juventud, nuestras experiencias comunes, nuestras alegrías y nuestras tristezas, riendo y llorando, a voz en grito cantando el Money for Nothing subido en la silla y susurrando, a ratos, como cuando copiamos en el examen y los dos sacamos un cero. Y yo era una presa que había abierto sus compuertas y derramaba las aguas de los años vividos sin pausa, como una lluvia torrencial que dura horas y días y semanas.
      Mi voz se oía en la sala, retumbando contra las paredes, contando anécdotas y días de fiesta y discusiones infinitas paseando por las calles de Granada, y amores y desamores, y las ostias que nos había dado la vida y las alegrías, que también algunas había habido. Y ya no miraba a Pedro, hablaba y hablaba y hablaba sin parar ...
-         Y por qué no te callas de una puta vez, coño, que siempre has sido un pesado, que cuando te pones a hablar no paras y haces hablar a los muertos.
Me giré despacio. Allí estaba Pedro, incorporado en el ataúd. Se frotaba los ojos como si tuviera legañas. Y me miraba entre enfadado y divertido.
Cuando al fin me desperté después de algunos minutos de ausencia, Elena y los servicios del tanatorio estaban a mi alrededor e intentando tranquilar mis nervios, fuera de sí, me fueron explicando, poco a poco, lo sucedido.

viernes, 5 de octubre de 2012

EN LA PATERA


Crucero de los condenados,
Pleno de márfil y ébano que se amontona
Y huye de la talla que África les depara
Fruto del brazo con que Occidente los aprisiona.

Con el ardiente sol en el rostro
Seco varadero de un sueño de alondra
En pos de un paraíso que huye de ellos
Adentrándose en una Europa que engorda
Entre sus apretadas costuras de puta señora.

Voces ahogadas entre la espuma de un mar
Guarecido entre los acantilados que desborda
Cuando se embravece entre dos continentes
que se atisban con mirada recelosa.

El Atlas a un lado, el Mulhacen a otro,
Centinelas milenarios que vigilan las costas
del venero que nutre el Mediterráneo
a fuer de cordón umbilical que sin esfuerzo se angosta.

Las crueles gaviotas reidoras gritan
En un cielo que es opaco a la esperanza y a la memoria
De los desamparados que en el abismo de Hércules buscan
Una orilla lejana en la que saciar el hambre que los devora.

El afilado cuchillo del alba cruza
Sobre la mar de oriente a occidente sin demora
Dejando ver la desierta arena costera
Que Motril observa en la distancia de la mañana brumosa.

El verde contra la arena es un clavo contundente
Que aherroja los pies y las manos hundidas en la sombra,
Los ojos de la autoridad que escudriñan
El perfil de un horizonte que se abate como una enorme ola
Sobre las cabezas perladas de aceite y sal,
Sobre las cabezas colonizadas por contumaces caracolas.

Mantas para cubrir el desconsuelo
También la vergüenza del que las proporciona,
El mutismo de la muerte presente o añorada
Con el áspero paño de la amargura se arropa,
Mientras los ojos yerran cual boyas al pairo
Entre sirenas de ambulancias y luces de amapolas.