martes, 15 de enero de 2013

Vencedores ovencidos


VENCEDORES O VENCIDOS. Yo siempre he sido pobre. Pobre para un país occidental quiero decir. Así es que aunque nunca he disfrutado de grandes cosas he comido tres veces al día. Pero poco más. De joven nunca supe lo que eran unas vacaciones salvo gracias a la beneficiencia de mis amigos, que por alguna razón que desconozco siempre he tenido pese a ser un tipo huraño e insoportable. El hecho es que en una de esas un querido amigo, y sus padres por supuesto, tuvieron la gentileza de hacerme pasar unos días en las benditas tierras asturianas. De lo que allí paso, confesable o no, no hace al caso. Lo cierto es que aproveché aquellos días para acercarme a los Picos de Europa. Imponente macizo montañoso que surge de las entrañas del norte de España como un iceberg en pleno mar.
Algún día comentaré mi subida a pie por aquellas pendientes inauditas cargado con mi mochila de treinta litros hasta que una pareja de samaritanos me recogiera en su seat panda y me allegara hasta la cumbre. De como planté mi tienda en la misma orilla del Enol, un lago de alta montaña, virgen a la sazón, no hablaré para no despertar la envidia de quienes no saben nada del planeta que habitan.
Lo relevante es que a la mañana siguiente me acerqué al refugio para preguntar a los montañeros, entonces no existían interntet gracias a dios, y las personas aún nos comunicábamos gracias a la antigua tradición del intercambio de palabras, como llegar a la garganta del Cares.
La garganta del Cares es un tajo, a golpe de machete, en la misma piel de los picos de Europa, que deja sin aliento cuando uno se encierra entre sus paredes.
Pues bien, aquellos montañeros asturianos, que por tales son unos hijos de puta, dicho con todo cariño, me condujeron por una senda que el mismo Frodo no habría podido seguir.
Y, he aquí cuando vuelvo a la peli de VENCEDORES O VENCIDOS. La senda partía del Enol y la seguí sin problema alguno. Pero a algunos cientos de metros, la senda desaparecía por completo y me encontré en mitad de los dientes rocosos, sin señal alguna que marcara el camino, atrapado entre el cielo azul y la roca desnuda. Y, en ese momento, sin premeditación alguna, separé lo principal de lo accesorio. Cuando el camino ya no era una cicatriz marcada sino, solo el puro rastro de la pisada antigua de los montañeros sobre la roca desnuda. Y casi a ciegas, mis pasos me guiaban por una senda señalada a fuego en la memoria colectiva de los que antes habían pasado por allí. Y a tientas, con mi mochila de una semana, avancé sin conocer el camino de los que otros habían abierto en la roca, hasta la propia garganta del  Cares, en donde otras buenas gentes, de las que en la montaña abundan, me allegaron hasta las tierras de Cabrales, que por cierto estaba en fiestas.

lunes, 7 de enero de 2013

HISTORIA DE UN VIAJE POSPUESTO.


         

            Pablo se sentía aquella mañana un poco más cansado de lo habitual. No era de extrañar. A sus ochenta y seis años y después de una vida de duro y constante trabajo quien no se sentiría así.
            Salió a la puerta de la casa, un viejo cortijo construido al pié de la ladera de Salobreña. Pese a los años con que contaba la construcción, estaba sumamente cuidada. Las paredes relucían al sol de la mañana, encaladas año tras año con parsimonia y esmero. Algunas macetas de geranios y claveles flanqueaban la puerta en donde se hallaba la vieja mecedora de madera de castaño. Cerca, el huertecito, ahora algo descuidado, pero con algunas hileras de hortalizas plantadas, pese a todo.
            El anciano atisbó desde el quicio el mar que parecía no haberse desperezado del todo de la noche. Poco a poco, el Mediterráneo, se desprendía del camisón de bruma nocturno preparándose para el nuevo día.
            Pablo anduvo un poco hasta el huerto e inspeccionó las pequeñas matas que a duras penas se abrían camino entre la tierra hospitalaria. Aún no necesitaban cuidado, aunque algunos matojos de malas hierbas comenzaban a invadir los laterales de los arriates, lo que, tarde o temprano, requeriría la atención de la escardilla.
            Mientras miraba con ojo crítico las matas apenas nacientes, el viejo notó un pequeño dolorcillo en el pecho que, aunque pasó pronto, lo decidió a sentarse un poco en la vetusta mecedora.
            Con esfuerzo se dejó caer y se reclinó. Cerró los ojos y percibió el tibio sol de la mañana que acariciaba con mano delicada su piel acartonada por el trabajo al aire libre en la costa tropical.
            De pronto, notó como todo su cuerpo se relajaba y se volvía liviano, vaporoso incluso. Pensó en abrir los ojos pero terminó por considerarlo innecesario. Sintió perfectamente como sus pulsaciones aminoraban, como el rítmico trote de su corazón se hacía más lento, a la vez que su respiración se volvía trabajosa.
            Pablo no opuso ninguna resistencia. Había luchado toda su vida, había criado a sus hijos y había visto nacer a sus nietos. Luego perdió a su compañera, lo que le trajo dolor y soledad, hasta que aprendió a convivir consigo mismo sin reprocharle nada a la vida.
            Ahora era le momento de descansar, pensó.
            En la costa sonó la sirena de un enorme trasatlántico que abandonaba el puerto. El viejo escuchó como la sirena se perdía en las profundidades del mar, partiendo hacía nuevas tierras reales o imaginarias.
            Su pulso era un minúsculo hilo que lo unía a la vida, tensado más allá de su punto de resistencia, dispuesto ya para dejarlo partir.
            El silencio sordo le sorprendió. Ya no notaba los rayos del sol, ni las olas intentando escalar el acantilado, ni oía a las gaviotas mofándose de los humanos incapaces de alzar el vuelo.
            Y fue justo en ese momento cuando notó una débil presión en su mano derecha. Y desde muy lejos le llegó un suave olor a azucenas y hierba recién cortada, fresca en la mañana aún cubierta de rocío.
            Y escuchó una voz débil pero que atravesaba como un estilete las nieblas del olvido. Una voz imperiosa que le llamaba, que le obligaba a abrir los ojos de nuevo.
            Sintió como el sol calentaba su piel requemada de nuevo y oyó la sirena del barco que se acercaba desde la distancia, profunda y monótona. Y escuchó a las gaviotas chillando irrespetuosas a los humanos que vivían en casas de cal.
            - Abuelo, gritó la voz, abuelo despierta, mira lo que me han traído los Reyes.
            A duras penas Pabló entreabrió los parpados. Su ajado corazón comenzó a latir con renovada fuerza y sus pulmones introdujeron una profunda bocanada de aire en su pecho dolorido.
            - Abuelo despierta, ordenó aquella voz nuevamente.
            Pablo miró a Paula. Ya no le cogía la mano. Lo miraba enfurruñada, con sus bracitos cruzados sobre el pecho, esperando ser complacida.
-         Hola Paula, dijo Pablo, con la voz quebrada y la boca pastosa aún.
-         Qué hacías abuelo, te estaba llamando.
-         Pensaba en un largo viaje que tengo que hacer, hija.
-         Pero abuelo, no te puedes ir, dijo Paula con un atisbo de enfado en la cara. Mira lo que me han traído los Reyes, dijo, mientras señalaba hacia una flamante bicicleta que permanecía de pie sobres sus cuatro ruedas frente a ellos.
-         Oh, es muy bonita, Paula.
-         Abuelo tu me prometiste que me enseñarías a montar en la bici, dijo Paula, presentando la palma de su mano como si mostrara un contrato. Abuelo tu lo prometiste, repitió.
            Pablo tragó saliva y alzó la mano derecha para protegerse los ojos de la luz solar que comenzaba a molestarle.
-Si, es verdad, dijo el anciano, recordando su promesa. Bien, yo nunca he faltado a mi palabra. Tendré que posponer mi viaje.
            La sonrisa volvió a la cara de la niña que se lanzó a sus brazos sin asomo ya del fingido enfado. Su abuelo le acarició los rubios bucles y la besó en la cabeza.
            - Bueno, Paula, dijo el viejo, veamos como montas y, con cierto esfuerzo, se levantó de la hamaca para acercarse a la bicicleta.

viernes, 4 de enero de 2013

Subida a la cumbre


No era silencio,
Era la respiración del aire
Que llenaba nuestro oídos.
Era el mismo tiempo
Preñado de palabras que acariciaban
La piel como un dulce amor nunca olvidado.
Era la nieve
Y el agua,
Y la hierba que crecía,
Olvidada de los humanos
Sobre la agreste ladera,
Presta para la luz
Que la empujaba hacia arriba.
Y todo era lo que hemos olvidado,
Lo que día a día dejamos de lado;
Era el canto de la piedra
Y el recodo del camino
Y el jirón de nube que duerme incauto
Sobre las cabezas desarboladas.
Y subimos la pendiente
Como insectos huidizos
Perseguidos por la mañana.
Y arriba, en la cumbre,
éramos trozos de piel que ateridos,
Doloridos en los huesos,
Contemplábamos el mar que se extendía
Más allá del horizonte
Allí donde nuestro sueños moraban

miércoles, 2 de enero de 2013

MANERAS DE MORIR, MANERAS DE VIVIR


Esta noche dormía yo bien tranquilo,
Me había tomao dos copas y una botella de vino,
Cuando la muerte vino a visitarme de improviso
Y me levanté sudoroso con los nervios en vilo.

Noté el tacto duro de su mano
Acariciando las sábanas de lino
El aire de la habitación quedó congelado
Y crecíó la yedra oscura alrededor del quicio.

Un bullicio como de miles de almas
Rondaba las esquinas de mi suplicio,
Los negros ropajes crueles restallaban
Ahuyentando por momentos mi escaso juicio.

Perecía en la calle la noche herida
Por la lanza del alba y un atroz grito
Lancé con toda la fuerza de mis pulmones,
Más de ningún lugar me llegó auxilio.

Viéndome perdido y sin fuerzas
Rodeado por los colores del delirio
Salté de la cama como un gato erizado
Dispuesto a agarrar las bridas de mi destino.

Torcí el gesto y abrí la ventana
Saltando desde el alféizar con el suficiente tino
Para estrellar mi cabeza contra la acera
Dibujando la silueta de mi cuerpo tendido.

Con el último soplo de aliento
Junto a mí la muerte sentada en el bordillo
Tachaba mi nombre de la lista
Que había sacado de su putrefacto bolsillo.

Y cuando con sublime esfuerzo
Logré lanzar una carcajada de alivio
Me señaló con su carcomido dedo
Y levantándose emprendió su camino.

Pues hacía años que estaba muerto
Enclaustrado entre las cuatro paredes de mi piso
Y ahora por fin el viento tocaba mi cara
Ahora por fin volvía a estar vivo.