martes, 3 de diciembre de 2013

EL FANTASMA DE MONFRAGÜE

Hemos bajado desde el castillo de Monfragüe hasta la carretera que nos conduce hacia el salto del Gitano. En nuestra bajada el ocaso va avanzando y los buitres comienzan a aposentarse en las repisas de la roca, visibles a simple vista, con su enorme envergadura, los más grandes entre las rapaces ibéricas. Dejado atrás el tupido madroñal que ha oscurecido durante buena parte de la jornada el cielo, salimos a campo abierto, en una dehesa de bosque bajo y alcornoques que nos permite ver el camino de regreso. Aceleramos es paso, sabiendo ya que llegaremos de anochecida a San Carlos, lugar en el que tenemos el coche.
Caminamos con la retina impresa por las maravillosas vistas del Tajo y su afluente el Tiétar que se besan bajo las faldas del castillo. La senda corre paralela a la carretera hasta llegar al impresionante roquedal del Salto del Gitano, lugar de acomodo de una enorme buitrera. Aun con la premura de la hora paramos a hacer la preceptiva foto, quizá la más conocida del parque nacional, David, por supuesto, trata de fotografiar hasta los parásitos de los buitres.
Luego reemprendemos la marcha a toda velocidad. El camino nos baja desde la carretera hasta la propia ribera del río, ahora por un bosque de alcornoques jóvenes y monte bajo. Nos lanzamos a tumba abierta. En una caminata rauda impelidos por la oscuridad que nos empuja como una jauría de perros. Hace frío en Monfragüe, nuestros cuerpos sudorosos no lo notan pero el viento gélido que corta nuestras caras y manos da cuenta de ello.
Corremos, a toda velocidad, casi sin resuello, con las piernas, anestesiadas por el cansancio, moviéndose de forma autónoma, mientras los últimos rayos de sol todavía iluminan el camino y escucho a mi espalda el continuo resoplar de David que a pesar del cansancio corre como si huyera de un partido de fútbol.
Por fin, salimos del bosque hacia un carril de tierra y, a cierta distancia, vemos el viejo puente semiderruido que cruza el Tajo y que, a menudo, está inundado por las aguas. Por fortuna ahora está al descubierto. Nos lanzamos hacia él a toda velocidad y llegamos justo cuando la última claridad ilumina sus ojos.
Al llegar al otro extremo la oscuridad nos envuelve. Saco la pequeña linterna y seguimos camino. Un cierto temor ancestral me embarga. El temor a estar perdido en la noche, al monte que tan extraño es para los humanos modernos, a los precipicios inadvertidos, a las rocas camufladas que pueden hacerte romperte un pie, en un lugar en donde la ayuda puede tardar horas en llegar. En donde el móvil no vale, sólo tú mismo, con tu mecanismo. Sólo tus fuerzas, tus habilidades, tus destrezas. Consciente de que un accidente en esta noche puede ser una experiencia muy seria.
Y, entonces, de modo imprevisto, justo delante de nosotros un tropel resuena en el silencio de la noche y unas figuras fantasmales saltan desde la senda hacia las retamas cercanas. Lo has visto, lo has vito, dice David. Si, claro que los he visto, ciervos, varias hembras con las crías, corriendo fuera de nuestra vista.
Ahora avanzamos despacio, despreocupados de la noche y los peligros. Sólo queremos ver a esos magníficos animales de cerca, salvajes, auténticos en su entorno.
Y al volver un recodo del camino, nos quedamos petrificados. Un enorme macho con una gran cornamenta, está a cinco metros de nosotros, quieto, gelificado en su postura de postal, con la cabeza vuelta hacia nosotros, mirándonos en la oscuridad. Sus ojos son dos puntos brillantes en la noche. Impertérrito, orgulloso, arrogante, nos observa, nos interroga. Qué hacéis aquí, en mi territorio, en mis dominios. Porqué molestáis a los míos. Y de pronto uno se siente un extraño, un observador privilegiado, de pronto se siente un simple animal bípedo perdido en la oscuridad de un bosque al que hace tiempo que renunció.
El enorme venado mantiene su posición preponderante sobre la pequeña loma y yo saco la cámara de fotos pensando que el flash les asustará pero que merecerá la pena la instantánea. La foto, sin embargo, no es buena, pero sobre todo, el orgulloso macho permanece inalterable. Desafiante ante el destello de luz, pareciera decir que nada tiene que temer en sus dominios, que no teme daño alguno de alguien tan minúsculo como un ser humano.
Con un poco de avaricia intento acercarme más, ver los pequeños detalles de su majestuoso porte en la oscuridad. Y, sólo entonces, con los movimientos de la realeza, vuelve grupas y se aleja caminando lentamente, hacia la espesura, sin volver la vista atrás, sin siquiera una mirada de reparo, como si nosotros simplemente no existiéramos y nunca pudiéramos representar una amenaza.

Reemprendemos el camino hacia el coche, con tan enorme excitación que a penas somos conscientes del trayecto. El sabor de este regalo nocturno permanecerá largo tiempo en nosotros.