miércoles, 12 de marzo de 2014

VACAS



Este viaje no estaba programado. Quizá fue eso lo que desencadenó la serie de acontecimientos que me han llevado a esta situación y a escribir estas páginas. Si hubiera tenido más tiempo. Si hubiera preparado un equipaje en condiciones y hubiera revisado el coche, como se suele hacer antes de un viaje, tal vez todo hubiera sido distinto.
Pero no hubo tiempo.
Todo fue precipitado. Es verdad que llevaba tiempo esperando esa llamada de teléfono. Pero cuando uno espera un acontecimiento que se dilata en el tiempo termina relajándose y, al final, termina por creer que nunca pasará. Pero las cosas pasan. Es como cuando te anuncian la muerte inminente de un ser querido. Si esta no se produce en los primero días, parece que la posibilidad de que ocurra se va alejando. Y, finalmente, termina por cogerte por sorpresa, pese a que estuviera anunciada tiempo ha.
Así ocurrió en este caso. Esperaba esa oferta de empleo hacía semanas. Pero ya había abandonado la esperanza de que ocurriera, pese a las certezas que desde la compañía me habían dado. Finalmente cuando aquel cinco de marzo, a las 14:00 horas sonó el teléfono para anunciarme que al día siguiente debería de estar en Barcelona a las ocho de la mañana, no tenía nada preparado.
Así pues, cogí una maleta en la que metí de forma apresurada lo más imprescindible, ropa interior, unos pantalones y una camisa, unos zapatos y el neceser. Salí de prisa, sin casi revisar el piso, solo me aseguré de que el butano estuviera cortado y el brasero desenchufado.
Cogí el coche y en la gasolinera de la esquina llené el depósito y con eso me dirigía hacia Barcelona, dispuesto a conducir toda la noche para estar por la mañana.
Con las prisas tampoco había cogido música nueva, así es que puse uno de los cds que tenía grabados y que había escuchado muchas veces, Dire Stratis, Queen, y Radio Futura sonaban en el compact para mantenerme despierto.
Salí de Granada por la autovía camino a la costa, dispuesto a recorrer la costa Mediterránea de sur a norte. Y por supuesto a sufrir la única parte que no era autovía, la que unía la costa tropical de Granada con Almería.
El sol del verano reverberaba sobre el asfalto convirtiendo el paisaje en un plato de natillas que se meciera lentamente y aunque el coche acondicionado mantenía fresco el coche, el sol calentaba el volante recordándome la fuerza con la que golpeaba las tierras andaluzas.
La conducción moderna en las autovías es una verdadera delicia aunque a cambio se paga el peaje de una cierta monotonía. Antes de que España se convirtiera en un dédalos asfáltico en el que las poblaciones rurales se disuelven, viajar era una verdadera aventura. Si bien  peligrosa y no exenta de sobresaltos, la conducción te llevaba por curvas y alguna recta que era un bendito descanso, entre pueblos y cortijadas, entre campos arados y vados y puentes que era preciso cruzar. En la autovía en cambio todo es un remanso de tranquilidad, sólo un continuo discurrir de coches que te escoltan hasta tu destino, sin más distracción que algún animal que se acerca demasiado a las delimitaciones.
Y eso fue justo lo que llamó la atención, que en mitad del paisaje requemado por el sol camino de la costa, justo al lado de la autovía, una enorme vaca lechera, la típica de los chocolates, blanca con sus manchas negras, me observaba pasar con la mirada fija, con esa pupila redonda como la mirilla de un francotirador.
Aquello me llamó la atención porque yo jamás había visto en los campos de Granada una vaca de ese tipo. Había visto algunas en los establos de algunas explotaciones lecheras. Y había visto vacas de esa raza marrón y más dura de las faldas de Sierra Nevada, algunas de las cuales no dudan en arrancarse en tu dirección si ven que te acercas demasiado a los terneros que pastan inadvertidos cerca del camino. Pero jamás había visto una vaca lechera de ese tipo suelta y en los páramos desiertos camino de la costa.
Pero ahí estaba la vaca, quedándose atrás; y de pronto caí en la cuenta de que parecía seguirme con la mirada, girando lentamente el cuello para seguir el recorrido del coche hasta ir dejándola atrás poco a poco.
Aquello me pareció extraño pensando en por qué iba a fijarse precisamente en mi coche con todos los coches …
Y de pronto caí en la cuenta. No había ningún otro coche a mi alrededor. Parecían haberse disuelto en un momento, dejando la autovía desierta. Sólo yo transitaba la hebra de asfalto recalentada entre aquellos secarrales.
Aunque me seguía pareciendo extraño que la vaca me hubiera mirado me pareció entonces más lógico. En mitad de la inmovilidad de la canícula el paso de aquel objeto zumbante debió de llamarle la atención.
Volví entonces mi atención a la conducción y habida cuenta de que nadie venía por detrás, apreté un poco el acelerador pensando en que pronto alcanzaría a los coches que me habían rodeado hacía unos minutos. La aguja iba avanzando en el cuentakilómetros sin que ningún otro vehículo se divisara en ningún sentido, pero permanecía atento no fuera a aparecer el coche de la guardia civil y cazarme a 160. Nada, ni un coche. Apreté un poco más el acelerador, aguzando ahora ya la vista pues si me cruzaba a la benemérita tendría que estar atento para frenar. Y de pronto allí estaba: otra vaca. Idéntica a la de antes. Muy grande, mirándome fijamente como me acercaba , había metido la cabeza por encima del guardavallas mientras mantenía el cuerpo fuera de la carretera. Aunque el arcén era amplio, me despegué un poco del borde izquierdo, pues a aquella velocidad cualquier pequeño movimiento brusco me podría haber desplazado y haber tenido una situación complicada. El bóvido no se inmuto; a mi pasó giró la cabeza y a través del retrovisor puede observar sus ojos fijos sobre mi. Pareciera que no mirara al coche sino a mi mismo. Que me observaba con atención, como el soldado de una garita de vigilancia, que inmóvil controla los movimientos del enemigo.
Dejé rápidamente atrás a la vaca. Y ni un coche. Ni en un sentido ni en otro. No se veía nada en ningún sentido salvo. No podía ser. Otra vaca. Esta vez sonreí. Qué era aquello. Vacas lecheras diseminadas por el camino. Vacas que me observaban. Y nada más, sólo campos desiertos y vacas. Y calor. Y la carretera sobre la que volaba a 180 km/h ahora ya sin pensar en la guardia civil, pues al pasar esta, a unos 500 metros, ya se advertía la figura voluminosa, blanca y negra de otra vaca, apostada contra el quitamiedos, como un juez de paso, esperando mi llegado, mirándome con sus lechosos ojos sin fondo, sin expresión.

Y entonces en una recta pude verlo. Una sucesión de vacas sin fin apostadas a intervalos regulares, expectantes ante la inminente llegada de mi coche a cada una de sus posiciones. Sólo campos desiertos, y la carretera negra entre un cuerpo caliente, lácteo, y un millón de pupilas negras que me observaban.