Pedro
murió de repente. Al parecer un ataque al corazón. Sin previo aviso ni
síntomas. Un día estaba jugando al fútbol y contando sus chistes malos de
siempre y al día siguiente en una ambulancia con las sirenas a todo trapo y un
enfermero montado a horcajadas dándole golpes en el pecho. Golpes que no
sirvieron para nada, cuando llegó al hospital ya era un cadáver.
Me
llamaron al móvil a eso de la una de la tarde. Yo iba por la calle, camino a
Correos, cuando su hermana me contó lo sucedido entre lágrimas y sollozos. Me
quedé parado en mitad de la concurrida calle mientras la gente seguía pasando
con prisa junto a mí en dirección a sus quehaceres. No me lo podía creer.
Pedro, mi amigo de toda la vida, había muerto esa noche.
No
sabía que hacer. Todo a mi alrededor tenía un aspecto de irrealidad, de
semitransparencia , como una ventana sobre la que los ríos de lluvia producen
una visión deformada de la calle.
-
Dónde está, pregunté al fin con una voz que me sonaba
ajena y lejana.
-
En el tanatorio del cementerio, dijo Elena.
-
Voy para allá, dije.
Cuando colgué
el teléfono aún me quedé unos minutos mirando, dudando si la llamada había sido
real o no. Abrí el menú de llamadas recibidas, allí estaba, Helena hacía a
penas unos segundo. Era verdad.
Desanduve
parte del camino hasta la parada de bus del Puente Genil donde paraba el
autobús que subía al cementerio. Como era un día de semana no había nadie. Los
fines de semana la gente se agolpa para subir a rendir culto a las tumbas
vacías, pero durante la semana la gente en su cotidianeidad se olvida de tan
funesta costumbre.
Pasaron más de
diez minutos hasta que llegó el autobús. Subí. Había sentada otra persona. Una
señora menuda, renegrida bajo el negro, con cabellos amarillentos e hirsutos.
Sus ojos apenas se atisbaban en lontananza, perdidos en las profundidades de
los arcos supraciliares. Los pómulos vueltos hacia el interior de la caverna de
su boca desdentada. Sus sarmentosas manos agarrando férreamente un bolso de
piel negro, liso, sin adornos, sin un dorado. La oscuridad brotaba de todo su
ser y se expandía a su alrededor como una niebla densa y fría.
Me
senté lo más lejos posible de ella. Al pasar a su lado un frío intenso me
atenazó la columna y me hizo temblar un instante. Me acomodé al final del autobús
y el calor volvió a mi cuerpo mientras el bus arrancaba. Enfilamos la Carretera de la Sierra , con su huertas
verdes defendidas por los montes del Serrallo y, después, giramos en la rotonda
para subir por la empinada cuesta que dirige al cementerio. Al subir me topé
con lo que en tiempo había sido el Barranco del Abogado, que ahora es un
mordisco de cemento para la construcción de una clínica privada.
Por
fin, el autobús llego a la parada del cementerio. Dejé que la figura enlutada
saliera primero. Se levantó con seguridad y flotó unos instantes hasta la
puerta del autobús. Cuando salió, una súbita claridad iluminó el vehículo como si
un atrevido rayo de sol sorteara en una tarde plomiza el cerco de las grises
nubes. La anciana se alejó sin aparente esfuerzo en dirección a la entrada del
cementerio, la ciudad del silencio.
Yo
también baje y me dirigí hacia la izquierda, hacia el tanatorio. Cuando llegué
sólo estaba Elena. Nos dimos un prolongado abrazo, mientras ella sollozaba
sobre mi hombro. Yo no lloré, por respeto y por discreción.
-
Dónde están todos, pregunté.
-
Han ido a casa a descansar un poco y ducharse, hemos
estado toda la noche en vela. Intentamos llamarte pero tenías el teléfono
desconectado.
-
Si, se ve que se quedó sin batería en algún momento y
no me di cuenta.
-
Eres como para una emergencia, me reprochó dulcemente.
Yo no contesté. Para qué explicarle que
una vez que uno muere se terminan las urgencias de forma definitiva. Para qué
explicarle que el muerto ya no tiene prisa, que no va a ir a ningún sitio. No,
mejor no decir nada.
-
Porqué no vas a tomar algo, le dije. Yo me quedo.
Ella asintió y dijo que no había comido
nada desde la tarde anterior y que le vendría bien un café y un bocadillo.
Cogió sus cosas y se fue para el bar.
Al fin me quedé solo en aquella pequeña
sala. Aún no había echado un vistazo a mi amigo. Apenas veía su cara por
encima de las flores al final de la sala. Permanecí unos segundos en la puerta
pensando que cuando me acercara y lo viera yerto todo habría acabado, ya no habría
vuelta atrás. Desde allí todavía cabía la posibilidad de que aquel cuerpo
quieto y silencioso no fuera el de Pedro, que fuera otro. Y si salía por la
puerta cualquier día me lo volvería a encontrar por la calle.
Resoplé con esfuerzo y di un pequeño paso,
y luego otro. Y , lentamente, con precaución, me fui acercando hasta el ataúd.
Por fin pude verlo. Estaba vestido con un
traje, como si fuera a ir a una entrevista de trabajo, pensé, con el paro
galopante que hay. Las manos a ambos costados, boca abajo. La cara mirando al techo.
Pétreo como una estatua.
No me atreví a tocarlo, a notar la
frialdad de su piel, a sentir su inmovilidad total y permanente.
Cogí una silla y me senté junto a él.
- Ay; Pedro, que pena, le dije. Y me di
cuenta de que había hablado en voz alta. Pero me sentí mejor y proseguí. Te
acuerdas cuando éramos pequeños y jugábamos en el parque. Y los días de
tormenta que me iba a tu casa y nos pasábamos la tarde entera con el ordenador
y merendábamos cualquier cosa que nos preparaba tu madre.
Y cuando apostamos en el instituto a ver
quien sacaría mas nota en un examen y nos pasamos la noche entera estudiando y
sacamos un diez toda la clase porque nos habían pasado las preguntas de la otra
clase. Y cuando te caíste en gimnasia y te rompiste el codo y yo te llevé a tu
casa porque en el instituto nadie se podía quedar con el resto de la clase y el
profesor decía que no era nada. Y te tuvieron que operar y pasaste meses de
rehabilitación lenta y dolorosa.
Y cuando nos fuimos de vacaciones y nos montamos
en aquel coche de tus primos que siempre iban fumados y poníamos a Dire Straits
a toda pastilla y volábamos por las calles. Y cuando jugábamos al basket en
pleno verano a cuarenta grados, hora tras hora, sudorosos y extenuados.
Y así sin reparar en el paso del tiempo, recordando
nuestra juventud, nuestras experiencias comunes, nuestras alegrías y nuestras
tristezas, riendo y llorando, a voz en grito cantando el Money for Nothing
subido en la silla y susurrando, a ratos, como cuando copiamos en el examen y los
dos sacamos un cero. Y yo era una presa que había abierto sus compuertas y
derramaba las aguas de los años vividos sin pausa, como una lluvia torrencial
que dura horas y días y semanas.
Mi voz se oía en la sala, retumbando
contra las paredes, contando anécdotas y días de fiesta y discusiones infinitas
paseando por las calles de Granada, y amores y desamores, y las ostias que nos
había dado la vida y las alegrías, que también algunas había habido. Y ya no
miraba a Pedro, hablaba y hablaba y hablaba sin parar ...
-
Y por qué no te callas de una puta vez, coño, que
siempre has sido un pesado, que cuando te pones a hablar no paras y haces
hablar a los muertos.
Me giré
despacio. Allí estaba Pedro, incorporado en el ataúd. Se frotaba los ojos como
si tuviera legañas. Y me miraba entre enfadado y divertido.
Cuando al fin
me desperté después de algunos minutos de ausencia, Elena y los servicios del
tanatorio estaban a mi alrededor e intentando tranquilar mis nervios, fuera de
sí, me fueron explicando, poco a poco, lo sucedido.
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