Pablo
se sentía aquella mañana un poco más cansado de lo habitual. No era de
extrañar. A sus ochenta y seis años y después de una vida de duro y constante
trabajo quien no se sentiría así.
Salió
a la puerta de la casa, un viejo cortijo construido al pié de la ladera de
Salobreña. Pese a los años con que contaba la construcción, estaba sumamente
cuidada. Las paredes relucían al sol de la mañana, encaladas año tras año con
parsimonia y esmero. Algunas macetas de geranios y claveles flanqueaban la
puerta en donde se hallaba la vieja mecedora de madera de castaño. Cerca, el
huertecito, ahora algo descuidado, pero con algunas hileras de hortalizas
plantadas, pese a todo.
El
anciano atisbó desde el quicio el mar que parecía no haberse desperezado del
todo de la noche. Poco a poco, el Mediterráneo, se desprendía del camisón de
bruma nocturno preparándose para el nuevo día.
Pablo
anduvo un poco hasta el huerto e inspeccionó las pequeñas matas que a duras
penas se abrían camino entre la tierra hospitalaria. Aún no necesitaban
cuidado, aunque algunos matojos de malas hierbas comenzaban a invadir los
laterales de los arriates, lo que, tarde o temprano, requeriría la atención de
la escardilla.
Mientras
miraba con ojo crítico las matas apenas nacientes, el viejo notó un pequeño
dolorcillo en el pecho que, aunque pasó pronto, lo decidió a sentarse un poco
en la vetusta mecedora.
Con
esfuerzo se dejó caer y se reclinó. Cerró los ojos y percibió el tibio sol de
la mañana que acariciaba con mano delicada su piel acartonada por el trabajo al
aire libre en la costa tropical.
De
pronto, notó como todo su cuerpo se relajaba y se volvía liviano, vaporoso
incluso. Pensó en abrir los ojos pero terminó por considerarlo innecesario.
Sintió perfectamente como sus pulsaciones aminoraban, como el rítmico trote de
su corazón se hacía más lento, a la vez que su respiración se volvía trabajosa.
Pablo
no opuso ninguna resistencia. Había luchado toda su vida, había criado a sus
hijos y había visto nacer a sus nietos. Luego perdió a su compañera, lo que le
trajo dolor y soledad, hasta que aprendió a convivir consigo mismo sin
reprocharle nada a la vida.
Ahora
era le momento de descansar, pensó.
En
la costa sonó la sirena de un enorme trasatlántico que abandonaba el puerto. El
viejo escuchó como la sirena se perdía en las profundidades del mar, partiendo
hacía nuevas tierras reales o imaginarias.
Su
pulso era un minúsculo hilo que lo unía a la vida, tensado más allá de su punto
de resistencia, dispuesto ya para dejarlo partir.
El
silencio sordo le sorprendió. Ya no notaba los rayos del sol, ni las olas
intentando escalar el acantilado, ni oía a las gaviotas mofándose de los
humanos incapaces de alzar el vuelo.
Y
fue justo en ese momento cuando notó una débil presión en su mano derecha. Y
desde muy lejos le llegó un suave olor a azucenas y hierba recién cortada,
fresca en la mañana aún cubierta de rocío.
Y
escuchó una voz débil pero que atravesaba como un estilete las nieblas del
olvido. Una voz imperiosa que le llamaba, que le obligaba a abrir los ojos de
nuevo.
Sintió
como el sol calentaba su piel requemada de nuevo y oyó la sirena del barco que
se acercaba desde la distancia, profunda y monótona. Y escuchó a las gaviotas
chillando irrespetuosas a los humanos que vivían en casas de cal.
-
Abuelo, gritó la voz, abuelo despierta, mira lo que me han traído los Reyes.
A
duras penas Pabló entreabrió los parpados. Su ajado corazón comenzó a latir con
renovada fuerza y sus pulmones introdujeron una profunda bocanada de aire en su
pecho dolorido.
-
Abuelo despierta, ordenó aquella voz nuevamente.
Pablo
miró a Paula. Ya no le cogía la mano. Lo miraba enfurruñada, con sus bracitos
cruzados sobre el pecho, esperando ser complacida.
-
Hola Paula, dijo Pablo, con la voz quebrada y la boca
pastosa aún.
-
Qué hacías abuelo, te estaba llamando.
-
Pensaba en un largo viaje que tengo que hacer, hija.
-
Pero abuelo, no te puedes ir, dijo Paula con un atisbo
de enfado en la cara. Mira lo que me han traído los Reyes, dijo, mientras
señalaba hacia una flamante bicicleta que permanecía de pie sobres sus cuatro
ruedas frente a ellos.
-
Oh, es muy bonita, Paula.
-
Abuelo tu me prometiste que me enseñarías a montar en
la bici, dijo Paula, presentando la palma de su mano como si mostrara un
contrato. Abuelo tu lo prometiste, repitió.
Pablo
tragó saliva y alzó la mano derecha para protegerse los ojos de la luz solar
que comenzaba a molestarle.
-Si, es
verdad, dijo el anciano, recordando su promesa. Bien, yo nunca he faltado a mi
palabra. Tendré que posponer mi viaje.
La
sonrisa volvió a la cara de la niña que se lanzó a sus brazos sin asomo ya del
fingido enfado. Su abuelo le acarició los rubios bucles y la besó en la cabeza.
-
Bueno, Paula, dijo el viejo, veamos como montas y, con cierto esfuerzo, se
levantó de la hamaca para acercarse a la bicicleta.
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