En realidad todo comenzó la noche
que decidí cortarme la mano derecha.
Había bebido una o dos botellas
de vodka y comprendí que la decisión que había estado postergando ya era
inaplazable. Desde hacía varias semanas aquel miembro extraño y autónomo se había
rebelado ingobernable.
Al principio sólo fueron pequeños
detalles.
Así, estando una noche viendo un
programa de debates, mi mano se fue arrastrando imperceptiblemente sobre el
cojín del sofá hasta alcanzar el mando a distancia del televisor. Realmente me
sobresalté cuando el canal cambió y en la pantalla apareció una película X en
uno de los canales de la
TDT. Después de la sorpresa moví la cabeza buscando el mando
y fue entonces cuando lo vi, alojado entre los dedos de mi mano que aún
apretaba el botón del canal en cuestión. Me quedé mirándolo sin saber que
pensar y, finalmente, simplemente cambié de canal de nuevo.
Otro día, sentado, leyendo un
libro al sol de primavera en la terraza volvió a ocurrir. Avanzaba sobre las
líneas escuchando los pensamientos del Príncipe de Salina cuando de modo
súbito, la hoja en la que leía se movió hasta la siguiente página. Al principio
pensé que había sido el viento. Así es que volví hacia atrás para encontrar el
lugar en que me había quedado. Lo halle y reinicié la lectura. Rápidamente la
hoja se volvió a voltear. Ahora mi mano derecha la agarraba y mantenía sujeta. La
miré con suspicacia, volví a pasar la página hacia atrás, y apoyé aquella mano
sobre la baranda que tenía junto a mi cabeza. En un lugar donde pudiera vigilarla.
La cosa fue empeorando con el
tiempo. Iba a lavarme los dientes y me encontraba echándome perfume. Preparaba
un sándwich vegetal y de pronto, sin saber de donde, aparecían dos rojizas
lonchas de jamón sobre los vegetales.
Eran detalles molestos aunque
insignificantes con los que podía convivir.
Un día, sin embargo, todo fue a
más. Había invitado a un amigo a comer. Me encontraba en la cocina cazoleteando
y preparando ingredientes para un magnífico arroz cuando Mario, que así se
llama mi amigo, vino para charlar mientras se tomaba su copa de vino.
Era una auténtica ametralladora.
Su lengua se movía a una velocidad endiablada, articulando palabras que se
pisaban unas a las otras en una carrera de relevos infinita. Yo cortaba
verduras con el cuchillo acompasado al ritmo de sus palabras. Cuanto más rápido
hablaba, a más velocidad se movía el cuchillo. Troceaba cebolla, pimiento,
tomate, ajo; todo a velocidad de vértigo, trozo tras trozo, chas, chas, chas, a
toda velocidad, tableteaba el cuchillo sobre la tabla de cortar mientras él
continuaba su monólogo infinito y monótono.
Y entonces, de pronto, el
cuchillo paró y un ansia irrefrenable se apoderó de mí. Ajena a mi voluntad mi
mano apuntó el cuchillo hacia su pecho y lo clavó con fuerza, una y otra vez,
mientras él hablaba y hablaba sin parar.
Cuando volví a la realidad Mario
seguía hablando y mi mano sujetaba con fuerza el cuchillo sobra la tabla,
inmóvil, con los dedos morados por el esfuerzo de mantenerlo firmemente
apoyado.
Arrojé el cuchillo sobre la tabla
y, por fin Mario se calló.
-
Qué pasa, te has cortado, dijo.
-
No, sólo se me ha cansado el brazo. Ven, vamos al
comedor, dije con la voz temblorosa. Ahora termino con esto. No hay prisa.
Más tarde, cuando me serené,
volví a la cocina para proseguir con el guisado. Antes me aseguré de que Mario
permanecía en el salón, viendo la televisión, convenciéndolo para que no me
molestara mientras preparaba la pitanza.
Desde aquel incidente, he tenido
que frenar muchas veces a la mano y, finalmente, dejar de exponerme a determinadas
situaciones. No ir a tiendas porque de pronto me encontraba pitando en los
arcos de salida. No permanecer en concentraciones de gente, porque sin previo
aviso me encontraba palpaba un culo o una teta, con la consiguiente ostia
aparejada. No invitar a amigos a casa, harto de inventar explicaciones sobre
como un objeto había volado hacia sus cabezas.
Con el tiempo me fui quedando
sólo, aislado, recluido en casa. Cubría mis necesidades mediante pedidos por
Internet. Por suerte, mis cuentas me permiten no tener que trabajar.
Pero aún así la cosa fue
empeorando.
Una noche de pronto me desperté
sofocado. Intentaba incorporarme pero no tenía fuerzas para ello. Conseguir
aire era un suplicio insufrible. Acerqué mi mano izquierda hasta mi cuello
donde notaba una opresión y pude palpar la sábana enroscada como una serpiente.
Con un enorme esfuerzo conseguí desanudarla y hacer que una bocanada de aire
entrada en mi cuerpo, vivificándolo.
Me levanté de un salto de la cama
y me quedé en medio de la habitación, sudando, respirando entrecortadamente,
apoyado sin resuello sobre mis rodillas.
Fue entonces cuando tomé la
determinación. Fue como un rayo que cruzara la llanura sobre el cielo claro. La
evidencia de un acto insoslayable.
Me fui a la cocina y cogí el vodka,
un hacha de mano y la tabla de cocina.
Estuve bebiendo hasta las cuatro
o las cinco de la mañana. Viendo vendedores de teletienda que no vendían nada y
videntes del tarot con pinta de estar despiertos a fuerza de coca. La mano
había estado muy tranquila. No se había movido. Como si presintiera que corría
peligro y que era mejor portarse bien, al menos, durante unas horas. Pero era
tarde, demasiado tarde.
En algún momento, tremendamente
borracho, conseguí situarla sobre la tabla de la cocina. Aquello pareció
ponerla nerviosa. Se movía hacia los lados e intentaba resbalar por el borde de
la tabla y aunque yo la sujetaba con la izquierda sobre el trozo de madera una
y otra vez, no había forma de que permaneciera allí.
Finalmente, y no con poco
esfuerzo, la até a la madera. Y, en algún momento reuní el valor suficiente
para coger el hacha y cercenarla de un violento golpe.
Cuando me desperté estaba tendido
en el suelo entre un charco de sangre. Debí estar pocos minutos inconsciente o
de lo contrario me habría desangrado. Como pude me até un trapo en el muñón y
con la tremenda borrachera llamé a mi amigo Nacho que era médico para que me
llevara al hospital.
Fueron semanas de curas y
explicaciones. De evaluaciones psiquiátricas y medicación contundente.
Hoy por fin salgo de la
residencia para enfermos mentales. He caminado sin volver la vista atrás, con
la maleta en la mano izquierda y una manga vacía en el lado derecho.
Cuando llego a la parada de taxi,
noto una cierta liviandad. La maleta ha desaparecido. Me doy la vuelta, la veo
entre un montón de cajas junto a los cubos de basura rebosantes de deshechos
del fin de semana.
Observo mi maleta que ya no es
mía.
Arrojada sin mi consentimiento.
Estamos todos locos, ¿verdad?
ResponderEliminarLa narración está muy conseguida y el recurso empleado al inicio es perfecto para este cuento en concreto, porque nos narras qué pasa, para acto seguido ir dando cucharaditas que nos permiten descubrir cómo alguien puede llegar a cortarse la mano. El final deja el regusto de la confusión. Estamos todos locos. Me ha recordado un poco a Alice Gould, de "Los renglones torcidos de dios". Mucho loco suelto. Mucha cura. Mucho loco, en realidad, todos.
Gracias por compartir con nosotros este pequeño tesoro. ¿Conoces el cuento de Maupassant "La mano"? Si no lo has leído te lo recomiendo. Te va a recordar un poco a este cuento. Un abrazo.
No lo conozco, lo buscaré para leerlo.
ResponderEliminarEn esta página se pueden leer en español y francés, gracias al impagable trabajo de José Manuel Ramos, los cuentos de Guy de Maupassant. http://www.iesxunqueira1.com/maupassant/
ResponderEliminarMaupassant es uno de mis dioses. No te lo dije, pero cuando vi que tu tesis había versado sobre él me sorprendió mucho. No he leído todo de él, pero mi primer libro en Francia fue "Une vie" y desde aquel momento estoy un poco enamorado de su prosa.
EliminarUn relato maravilloso digno de Allan Poe. Personalmente me encanta este tipo de cuentos y Poe es mi escritor favorito. Muchas gracias por compartirlo :=
ResponderEliminarMuy buen cuento, estoy plenamente de acuerdo. Te felicito por ello y por esa nominación al LIEBSTER BLOG AWARD que compartimos. Un saludo.
ResponderEliminargracias
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