Este viaje no estaba programado.
Quizá fue eso lo que desencadenó la serie de acontecimientos que me han llevado
a esta situación y a escribir estas páginas. Si hubiera tenido más tiempo. Si
hubiera preparado un equipaje en condiciones y hubiera revisado el coche, como
se suele hacer antes de un viaje, tal vez todo hubiera sido distinto.
Pero no hubo tiempo.
Todo fue precipitado. Es verdad
que llevaba tiempo esperando esa llamada de teléfono. Pero cuando uno espera un
acontecimiento que se dilata en el tiempo termina relajándose y, al final,
termina por creer que nunca pasará. Pero las cosas pasan. Es como cuando te
anuncian la muerte inminente de un ser querido. Si esta no se produce en los
primero días, parece que la posibilidad de que ocurra se va alejando. Y,
finalmente, termina por cogerte por sorpresa, pese a que estuviera anunciada
tiempo ha.
Así ocurrió en este caso.
Esperaba esa oferta de empleo hacía semanas. Pero ya había abandonado la
esperanza de que ocurriera, pese a las certezas que desde la compañía me habían
dado. Finalmente cuando aquel cinco de marzo, a las 14:00 horas sonó el
teléfono para anunciarme que al día siguiente debería de estar en Barcelona a
las ocho de la mañana, no tenía nada preparado.
Así pues, cogí una maleta en la
que metí de forma apresurada lo más imprescindible, ropa interior, unos
pantalones y una camisa, unos zapatos y el neceser. Salí de prisa, sin casi
revisar el piso, solo me aseguré de que el butano estuviera cortado y el
brasero desenchufado.
Cogí el coche y en la gasolinera
de la esquina llené el depósito y con eso me dirigía hacia Barcelona, dispuesto
a conducir toda la noche para estar por la mañana.
Con las prisas tampoco había
cogido música nueva, así es que puse uno de los cds que tenía grabados y que
había escuchado muchas veces, Dire Stratis, Queen, y Radio Futura sonaban en el
compact para mantenerme despierto.
Salí de Granada por la autovía
camino a la costa, dispuesto a recorrer la costa Mediterránea de sur a norte. Y
por supuesto a sufrir la única parte que no era autovía, la que unía la costa
tropical de Granada con Almería.
El sol del verano reverberaba
sobre el asfalto convirtiendo el paisaje en un plato de natillas que se meciera
lentamente y aunque el coche acondicionado mantenía fresco el coche, el sol
calentaba el volante recordándome la fuerza con la que golpeaba las tierras
andaluzas.
La conducción moderna en las
autovías es una verdadera delicia aunque a cambio se paga el peaje de una
cierta monotonía. Antes de que España se convirtiera en un dédalos asfáltico en
el que las poblaciones rurales se disuelven, viajar era una verdadera aventura.
Si bien peligrosa y no exenta de sobresaltos,
la conducción te llevaba por curvas y alguna recta que era un bendito descanso,
entre pueblos y cortijadas, entre campos arados y vados y puentes que era
preciso cruzar. En la autovía en cambio todo es un remanso de tranquilidad,
sólo un continuo discurrir de coches que te escoltan hasta tu destino, sin más
distracción que algún animal que se acerca demasiado a las delimitaciones.
Y eso fue justo lo que llamó la
atención, que en mitad del paisaje requemado por el sol camino de la costa,
justo al lado de la autovía, una enorme vaca lechera, la típica de los
chocolates, blanca con sus manchas negras, me observaba pasar con la mirada
fija, con esa pupila redonda como la mirilla de un francotirador.
Aquello me llamó la atención
porque yo jamás había visto en los campos de Granada una vaca de ese tipo.
Había visto algunas en los establos de algunas explotaciones lecheras. Y había
visto vacas de esa raza marrón y más dura de las faldas de Sierra Nevada,
algunas de las cuales no dudan en arrancarse en tu dirección si ven que te
acercas demasiado a los terneros que pastan inadvertidos cerca del camino. Pero
jamás había visto una vaca lechera de ese tipo suelta y en los páramos
desiertos camino de la costa.
Pero ahí estaba la vaca,
quedándose atrás; y de pronto caí en la cuenta de que parecía seguirme con la
mirada, girando lentamente el cuello para seguir el recorrido del coche hasta
ir dejándola atrás poco a poco.
Aquello me pareció extraño
pensando en por qué iba a fijarse precisamente en mi coche con todos los coches
…
Y de pronto caí en la cuenta. No
había ningún otro coche a mi alrededor. Parecían haberse disuelto en un
momento, dejando la autovía desierta. Sólo yo transitaba la hebra de asfalto
recalentada entre aquellos secarrales.
Aunque me seguía pareciendo
extraño que la vaca me hubiera mirado me pareció entonces más lógico. En mitad
de la inmovilidad de la canícula el paso de aquel objeto zumbante debió de
llamarle la atención.
Volví entonces mi atención a la
conducción y habida cuenta de que nadie venía por detrás, apreté un poco el
acelerador pensando en que pronto alcanzaría a los coches que me habían rodeado
hacía unos minutos. La aguja iba avanzando en el cuentakilómetros sin que
ningún otro vehículo se divisara en ningún sentido, pero permanecía atento no
fuera a aparecer el coche de la guardia civil y cazarme a 160. Nada, ni un
coche. Apreté un poco más el acelerador, aguzando ahora ya la vista pues si me
cruzaba a la benemérita tendría que estar atento para frenar. Y de pronto allí
estaba: otra vaca. Idéntica a la de antes. Muy grande, mirándome fijamente como
me acercaba , había metido la cabeza por encima del guardavallas mientras
mantenía el cuerpo fuera de la carretera. Aunque el arcén era amplio, me
despegué un poco del borde izquierdo, pues a aquella velocidad cualquier
pequeño movimiento brusco me podría haber desplazado y haber tenido una
situación complicada. El bóvido no se inmuto; a mi pasó giró la cabeza y a
través del retrovisor puede observar sus ojos fijos sobre mi. Pareciera que no
mirara al coche sino a mi mismo. Que me observaba con atención, como el soldado
de una garita de vigilancia, que inmóvil controla los movimientos del enemigo.
Dejé rápidamente atrás a la vaca.
Y ni un coche. Ni en un sentido ni en otro. No se veía nada en ningún sentido
salvo. No podía ser. Otra vaca. Esta vez sonreí. Qué era aquello. Vacas
lecheras diseminadas por el camino. Vacas que me observaban. Y nada más, sólo
campos desiertos y vacas. Y calor. Y la carretera sobre la que volaba a 180 km/h ahora ya sin
pensar en la guardia civil, pues al pasar esta, a unos 500 metros , ya se
advertía la figura voluminosa, blanca y negra de otra vaca, apostada contra el
quitamiedos, como un juez de paso, esperando mi llegado, mirándome con sus
lechosos ojos sin fondo, sin expresión.
Y entonces en una recta pude
verlo. Una sucesión de vacas sin fin apostadas a intervalos regulares,
expectantes ante la inminente llegada de mi coche a cada una de sus posiciones.
Sólo campos desiertos, y la carretera negra entre un cuerpo caliente, lácteo, y
un millón de pupilas negras que me observaban.
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