Suena el despertador, suena
primero de manera pausada, melancólica como una canción de cuna inversa. Tarda
poco en detenerse. Durante unos segundos vuelve a reinar el silencio. Luego, de
nuevo, comienza a sonar de manera furibunda, esta vez con un estrépito
desagradable que retumba en toda la soledad y el silencio de la casa. Me
levanto del sillón y voy hasta el dormitorio a apagarlo. Son las cinco de la
mañana. Llevo despierto desde las dos. Me acosté a la una. O sea que he dormido
una solitaria y raquítica hora. Desde que me levanté he estado enfrente del
ordenador navegando por internet y tomando café. De vez en cuando me he dado
una vuelta para revisar algo del equipaje o comprobar que todo estaba bien
empaquetado.
Las seis menos diez. Por fin es
la hora de ponerse en marcha. Odio las esperas. Soy una persona de acción. Me
gusta actuar, planificar, quemar etapas. Pero la desidia del lento tiempo reptando
en un mar de ondas temporales de manera calmada hacia la nada me desespera.
Pero como digo es la hora de ponerse en marcha. Sitúo cada cosa en su lugar
previamente fijado en mi cabeza. Todo encaja como en un engranaje perfecto,
como un autobox que cambia de forma. Yo me transformo en el Travelman. El bolso
con la documentación cruzado sobre el pecho. La mochila encima, sobre la
espalda. La maleta en la mano izquierda. Todo perfecto, todo preparado para
ensamblarse y desensamblarse de manera autónoma. Me encanta el orden, la
simetría. Es tan pulcra, tan carente de la imperfecta humanidad.
Bajo las escaleras y salgo a la
oscuridad nocturna de la ciudad. También eso me gusta. Una ciudad silenciosa,
despoblada y solitaria. Si pudiera permanecer así para siempre. Sin la ruidosa
gente. Sin sus malos modales. Si pudiera permanecer inmutable por incontables
eones protegida por una capa sobrenatural que la preservara del desgaste de la
entropía. Sería entonces tan bella en su eterno sudario de muerte … Me encantan
las ciudades aunque no soporto a sus habitantes.
Me encamino hacia la parada del
bus SN2 frente a la sede local del Partido Popular. No puedo evitar que un
escalofrío me recorra el cuerpo. Pero no hace frío pese a ser la dos de la
mañana. Será algún episodio alérgico, digo yo. Dejo la maleta y sobre ella un
jersey y una chaqueta. Porque en Berlín ya refresca y gracias a las políticas
low cost cualquier mínimo excedente en la maleta se paga con 60 euros de multa.
Así es que viajo, como Machado con lo puesto casi.
Mientras espero miro los
horarios: el primer servicio comienza a las seis y veinte. Con mi proverbial
habilidad me he adelantado al menos 25 minutos. En fin, no tengo remedio. Me
toca volver a esperar. Paseo como una fiera enjaulada, pero a diferencia de
estas, no para salir sino para entrar al recinto del bus. Después de un rato de
solitarios paseos se acerca un anciano vestido de manera impecable y espigado
como un obelisco. Saluda con rotundidad. Y yo contesto un poco indeciso. Ya
casi nadie saluda por las calles de la ciudad. Antes, en los pueblos, uno se
cruzaba por las calles con gentes a las que no había visto en su vida e
intercambiaba los buenos días de rigor, o el con dios que decía mi abuela. Hoy
ya ni en los ascensores o las escaleras la gente se dirige la palabra. Pero
aún, los más auténticos permanecen fieles a la costumbre educada y, en las
solitarias paradas de los autobuses o lugares cerrados, se niegan a abandonar
la ancestral manía de demostrar que son humanos.
Los minutos van pasando con
lentitud exasperante y mis paseos se hacen más frenéticos ante la duda de si el
autobús recorrerá la distancia hasta la estación de autobuses con la suficiente
rapidez como para llegar antes de las siete, hora en que sale mi transporte con
destino al aeropuerto de Málaga.
Por fin llega. Vacío y enorme
como el estómago de la ballena, y me engulle a mí y a mi equipaje. Me siento
Jonás navegando por el mar urbanita mecido por las olas silenciosas de la noche
de finales de verano. Quedan 45 minutos, teniendo en cuenta la hora y que es un
día laborable no creo q haga muchas paradas y debería de arrivar con holgura a
la estación antes de la hora funesta. Me relajo y me sumerjo en la ciudad
desierta y dura a base de ladrillo y asfalto. Se detiene en la primera parada
para recoger un par de pasajeros. Continúa el viaje. Vuelve a parar en la siguiente,
sube más gente. Como una Tenia que se va volviendo grávida a medida que recorre
los intestinos de la ciudad se va deteniendo en cada una de las malditas
paradas sin dejar de engordar con pasajeros que suben y suben y suben. Y a
medida que van subiendo el tiempo se hace infinito como en la ecuación de
Einstein, donde la masa de pasajeros va alargando los minutos que tarda en
llegar a la estación. A mitad de la Redonda se sube el cuarteto Maravilla. Dos
chicos y dos chicas que vienen de marcha y amenazan con entrar en combustión
espontánea de un momento a otro. Las destilerías ambulantes me rodean y gracias
a ellos soy como una fruta que se sumerge en alcohol para obtener esa maceración
perfumada.
Me desespero a medida que el
autobús va parando. Me gustaría coger al conductor del uniforme y zarandearlo
gritando, por dios no pare más, no ve que voy a perder el vuelo. Mientras la
ira va colmando mi desazón por fin llego a la estación de autobuses, son las
nueve. Salgo del autobús volando como un pájaro al que han abierto la puerta de
la jaula y corre hacia otra jaula ante el terror del mundo abierto. Localizo el
autobús que ha de llevarme a Málaga. Dejo la maleta en su panza y subo arriba,
no sin que antes un guiri se me cuele por estribor con un empujón, demostrando
que la mala educación no es algo exclusivo de nuestros lares.
Por fin de nuevo sentado en un
cómodo asiento de cuero, único en uno de los laterales del bus. Dormito. El
bicho se desliza suavemente por las autovías como por las venas de un ser
antediluviano gigantesco. Llego al aeropuerto 45 minutos antes de que salga el
vuelo.
El aeropuerto de Málaga. El
chiringuito de España. Seres pálidos, casi fantasmales que llegan cargados con
enormes maletas en las que supongo tratan de trasladar la civilización a
nuestro tercer mundo. Seres crustaceados, cocidos al fuego lento de la costa,
enrojecidos a partes iguales por el astro rey y el calimocho o la cerveza. Qué
también cargan con descomunales equipajes, quizá los mismos que trajeron o no.
El aeropuerto es una marabunta humana, la marabunta que llega de centro Europa
para ahogarse en nuestras costas, pero que de forma milagrosa vuelve de nuevo a
sus tierras norteñas. Hoy los nuevos peregrinos no llevan vieiras y báculos,
llevan bañadores y palas de playa. Eso sí el calzado sigue siendo el mismo, un
poco más moderno, la alpargata de esparto es ahora chancla plastificada, con
sus calcetines correspondientes para las durezas del camino.
Yo también me he modernizado. Un
poco. Llevo mi tarjeta de embarque en el móvil. Pero como soy un desconfiado
por naturaleza, también la llevo impresa. Precavido y beligerante con el exceso
de tecnología a partes iguales. Al final no puedo retenerme el ramalazo de
nostalgia, guardo el móvil y enseño el papel varías veces doblado y arrugado a
la eficiente chica de la cola de facturación. Usted no tiene facturación debe
ir a las colas de acceso.
Minutos preciosos perdidos. Corro
por las infinitas colas del aeropuerto como entre los géiseres del parque de
Yellowstone, desaparecen y se crean de forma súbita. Una chica quita una cadena
y de pronto, como llovidos de las profundidades magmáticas de la tierra, un
chorro de turistas lampantes se apiña frente a ella.
En la lejanía diviso una multitud
frente a las puertas de Ishtar. Son los turistas recorriendo laberínticos
caminos para pasar por los arcos de seguridad. Menos de 20 minutos para el
cierre de la puerta de embarque. Me sitúo en una de las infinitas colas. Y digo
bien, infinitas, pues mientras se acortan por delante crecen por detrás, de
modo que no tienen fin, siguen y se renuevan sus eslabones uno por uno, nuevos se unen al final sin parar en una
sucesión perpetua.
Por fortuna los funcionarios son eficaces
y la cola avanza sin cesar. Por fin llego, me desmonto, me quito todo lo
metálico o lo que pudiera serlo en un universo paralelo, o lo que pudiera
levantar alguna sospecha, o lo que es líquido o pudiera serlo bajo incrementos
brutales de presión y temperatura, o cualquier cosa que piense que puede
molestar al agente de la autoridad o a su madre o a su abuela. Por si acaso.
Finalmente paso. Me vuelvo a
automontar. Travelman acoplado. Corro ahora hacia la puerta de embarque por
fin, llego siete minutos antes de la hora de cierre. Y me pongo en una nueva
cola donde la gente se sienta en el suelo, come galletas, bebe café. Qué poco
glamour tienen ahora los vuelos. Las primeras veces que yo volé parecía como
cuando se iba al médico, bien aseado, pulcro, con modales de persona de bien.
Ahora los vuelos se han democratizado, o sea que se puede vestir como un
pordiosero, llevar mochilas que se caen a pedazos y sentarse en el suelo a
comer bocadillos de mortadela con total impunidad.
Pasa la hora límite de embarque.
Y la hora de salida del avión. Y seguimos en la cola. Ya se va acumulando la
tensión de las prisas ahora innecesarias, a buenas horas mangas verdes, y el
cansancio y la madre que parió a las compañías aéreas que me hacen correr para
que ellos luego puedan disponer de mi tiempo con total arbitrariedad. Por fin
se abre la puerta de embarque y comenzamos a entrar en una sala que da paso a
los espacios donde los aviones se encuentran estacionados. Nos empezamos a
hacinar en la habitación. Cada vez entran más personas, niños llorando, jóvenes
gritando, padres llorando y suspirando que quien les mandaba a ellos viajar.
Al fin nos dejan entrar al avión.
Deambulamos por un pequeño laberinto hasta llegar a la aeronave. Subimos las
escaleras. Consigo mi asiento. Lo acaricio. Me parece tan amado, lo he echado
tanto de menos. Froto mi nuca contra su piel de plástico. Me siento
reconfortado y a salvo.
El señor comandante y toda la
tripulación se disponen a ponerse a nuestro servicio para hacernos llegar a
Berlín. Hablan en varios idiomas, nos dan la bienvenida, nos proporcionan
instrucciones. Todo parece tan formal, tan bien organizado, tan serio. Me
incrusto en el asiento y me dispongo a esperar el despegue. No me dan miedo los
aviones, nunca desde la primera vez que subí. Como decían en el Bosque Animado,
lo que da miedo es la vida. El avión se pone en marcha y pienso que pronto
estaremos en el aire. Iluso de mí. Comenzamos un baile desprovisto de toda
gracilidad por el aeropuerto; los aviones se deslizan por las pistas, tomando
curvas y cediéndose el paso unos a otros en un baile orquestado a través de un dédalos
invisible en busca de la pista que les corresponde. Y vamos dando trompicones
por las pistas de asfalto, trotando como potrillos neófitos incapaces de
lanzarse al galope por cobardía o impericia. Y trotamos y trotamos y trotamos.
Más de media hora de trote por las pistas y más de ocho horas desde que salí de
mi casa sigo deambulando por las pistas del aeropuerto de Málaga, ciudad
situada a unos ciento treinta kilómetros de mi domicilio. He recorrido este
trayecto a una prodigiosa velocidad de 16 km/h. ¡Qué portentoso avance el de la
aviación!
Por fin el avión parece encontrar
un cacho de asfalto que le parece aceptable y empieza a tomar velocidad. En
unos pocos segundos estamos en el aire camino de Berlín. Bueno lo peor ha
pasado, y ahora toda será comodidad y tranquilidad.
Eso es lo que creía. Pero me
equivoco. De un momento a otro el interior del fuselaje del avión se transmuta
y se convierte en el plató del Precio Justo o La Ruleta de la Fortuna. Empiezan
a pasar azafatas y azafatos vendiendo
cupones de sorteo, todo tipo de bebidas y cachivaches, y cualquier cosa que sea
susceptible de poder comprarse en un avión. Pero no pasan una vez, no, que va.
Pasan una y otra y otra en una rueda cósmica sin fin, en donde el show se mantiene
durante todo el trayecto.
Intento leer un poco y
desaparecer de aquel escenario montado para el consumismo. Pero la verdad es
que el continuo movimiento acompasado del personal de cabina por un tan
estrecho pasadizo es hipnótico. Cuando vuelvo a retornar a la realidad nos
disponemos a aterrizar en Berlín.
En la maniobra de acceso me
sorprende al bajar de las alturas los entornos de la ciudad. Es un cenagal.
Aguas estancadas, lagunas y vegetación acuática en un mar verde es lo único que
puedo ver desde las ventanas del avión. Por fin se ven los primeros edificios
escondidos por el entorno natural. La primera impresión que tengo de Berlín es
la de una ciudad que se esconde para no llamar mucho la atención.
Tras el aterrizaje y un rato
esperando el equipaje por fin consigo salir del aeropuerto que me parece
diminuto para una gran ciudad como esta y por fin salgo al cielo berlinés que
me recibe con un sol radiante. Ahora solo queda llegar a la pensión situada en
mitad de la ciudad. Hay una especie de tren pero no me da confianza y yo he
mirado por internet que un autobús me deja cerca del alojamiento. Pero donde
está la parada de autobuses. Ni idea. Oteo el horizonte y a unos doscientos
metros veo un grupo de personas que parecen esperar. Me dirijo hacia allí con
todo el montaje de transporte encima arrastrándome como una babosa por la
carretera.
Cuando me acerco efectivamente
veo postes con números. Consulto mis apuntes. Leo los letreros. Ni rastro del
que yo creía que debía de coger. Al fin llega un autobús y yo muy gallito me
dirijo al conductor para preguntarle con mi mejor acento en inglés gracias a mi
B1 recién adquirido que cuál es el autobús que me lleva a la dirección. El
conductor moreno, cejijunto, con un perfecto acento turco-germánico me habla en
algún idioma fronterizo entre ambas nacionalidades. Virgen del amor hermoso. Yo
insisto en inglés figurado y finalmente el hace un movimiento de asentimiento
al escuchar la calle, supongo, y me da un número de autobús. Luego cierra las
puertas del bus y sale como alma que lleva el diablo.
Doy una vuelta y efectivamente encuentro el
número en un palitroque. Espero. Son las 18 horas. Doce horas desde que salí de
mi casa. El cansancio comienza a apoderarse de mí. Sin comer. Sin agua. Cargado
como un porteador africano de los de Tarzán. Sigo esperando. Y por fin, lo veo,
el número mágico, el número de la suerte. El número que me llevará al paraíso
de la pensión.
Para, entro, saludo en inglés, y
lacónicamente digo con un brillo de esperanza en los ojos el nombre de la calle
que está junto a la pensión, el conductor, un alemán mallorcete y con cara de
bonachón me mira y en un acto de misericordia impremeditada, asiente con una
sonrisa. Yo estoy a punto de caer de hinojos y lavarle los pies, pero
simplemente le doy las gracias y entro despacio saboreando el olor de la
victoria. Me siento. El autobús arranca. Arranca y deambula. Se dirige hacia
las afueras de la ciudad hasta incrustarse en uno de sus barrios. Y luego en
una romería a la que solo le faltan las sevillanas y el calimocho comienza a
recorrer calle tras calle, barrio tras barrio de Berlín, haciendo infinitas
paradas, recogiendo y dejando gente. En una trayecto que parece no tener final
nunca. Son barrios obreros a tener de las construcciones y de los pasajeros que
suben y bajan en ellos. Edificios grises, utilitarios y clónicos unos de otros.
Construidos durante la época comunista. Sin una floritura. Todos
milimétricamente iguales. Tras 45 minutos viendo el mismo paisaje el suicidio
acude a mi mente como un amigo que viene de visita para evitarte la agonía del
sufrimiento postrer.
Por fin el autobús parece
alejarse de los barrios obreros y dirigirse hacia el centro de la ciudad. Hasta
que finalmente me deja en una estación de autobuses situada en una gran plaza.
Miro mis notas. Dios mío, no puede ser, me he equivocado, no estoy cerca de la
pensión, no es la calle. El cansancio, la ira y la frustración se apoderan de
mí. Por fortuna estoy en Europa, en una ciudad civilizada y no en EEUU donde
llevaría un Kalashnicov en la maleta para volcar toda mi locura en los pobres
desgraciados que me rodean. Me dirijo a otro conductor y le enseño el papel con
el número de la calle de los cojones. El hombre me mira turbado, supongo que ve
la sangre en mis ojos y con cierta lejanía me señala: el metro.
Me encamino hacia la boca de
metro y miro los paneles. Efectivamente una de las líneas me deja en la calle
maldita. Me meto por los túneles del metro. Qué diferente al metro de Madrid o
Barcelona. Es menos apoteósico, como todo en Berlín es funcional y poco más. Me
subo a la línea. El trayecto es corto, solo tres o cuatro paradas. Por fin
emboco la salida del metro y al final de las escaleras me paro un segundo para
consultar mis notas y saber dónde estoy en un mapa. De pronto me percato de que
ya no hay sol. El cielo se ha convertido en una plancha gris que amenaza con
desplomarse sobre las cabezas de los berlineses y de los desgraciados turistas
como yo. Y efectivamente es lo que ocurre. En apenas unos segundos comienzan a
caer unas gotas pequeñas casi insustanciales y de pronto sin más aviso una
tromba de agua cae a plomo. En mitad de la calle, guardo el móvil para que no
se moje, me quito la mochila y busco un impermeable. El agua me corre por las
gafas y casi no veo. Como puedo abro el impermeable y me lo pongo entre la
cortina inmisericorde que se desploma del cielo. Me vuelvo a poner la mochila y
camino bajo el aguacero enfilando la calle de la pensión. Unos metros antes de
llegar como por ensalmo la lluvia cesa de modo tan súbito a como apareció. Al
acercarme veo a David que me espera. Me acerco a él. Dejo las maletas en el
suelo y me quito la mochila y el impermeable.
-La puta madre que parió a
Berlín, grito, mientras unas lágrimas furtivas corren por mi cara mezclándose
con las gotas de lluvia berlinesa.