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Hola,
¿vas a tomar café? ¿puedo ir contigo?, me espetó sin más preámbulos cuando me
dirigía a la cafetería.
Me había cruzado con ella un par de
veces en el trabajo y no habíamos ido más allá de un saludo cordial en el
ámbito protocolario. He decir que aquel abordaje, y digo bien, abordaje, porque
ella abordaba a la gente como un pirata que te va a despojar de todo lo que de
valor posees sin siquiera pestañear, me incomodó y me divirtió.
Luego de aquel café inicial recordé
que la primera vez que vi a aquella mujer me pareció alguien corriente, quizá un tanto hiperactiva, como si tuviera
prisa por no llegar a ninguna parte. Más tarde comprendería que en realidad la
prisa no era por no llegar sino por no permanecer.
-Sí, claro, vamos fuera si te parece,
respondí yo, usando una naturalidad impostada que en modo alguno me era propia.
Fueron las primera palabras de lo que
se convirtió en uno de los viajes más fascinantes y desconcertantes de mi vida.
Aquel ser vino a mí como una fresca brisa en una calurosa noche de verano, de
manera por igual inopinada y bienaventurada. Trajo a mi vida una mezcla de desconcierto
e incertidumbre que aunque no desmanteló el bien asentado esqueleto de mi concepción
teleológica de la existencia sí arrancó algunas viejas vigas enraizadas desde
mi infancia que hicieron tanto bien a mi devenir terreno como mal a las pocas
certezas que aún me restaban.
Su nombre era Leonora Tiziana Méndez, hija de un rico
hacendado cultivador, pintor y filántropo que ya retirado disfrutaba de sus
años postreros dedicado a la contemplación de su obra y a las trifulcas insustanciales
con su señora esposa, una mujer vivaracha y coqueta que vivía en su senectud un
tercer rejuvenecimiento que traía de cabeza a todos sus hijos y que a él le
hacía brotar la bilis día sí y día también.
Leonora era su costilla y por ello la amaba y le dolía a
partes iguales. Veía en ella el fiel reflejo de su carácter indomable e
irredento, y era justo esa rebeldía la que a menudo los enfrentaba y
distanciaba. Era el choque del pedernal contra el pedernal lo que incendiaba
las cenas familiares, lo que amargaba las tardes de bizcocho y café en el
jardín.
Leonora lo amaba tanto como para
apartarse de él, me confesaría ella misma más tarde.
Nos tomamos un café como si nos
conociéramos de toda la vida. Yo que soy tímido y reservado por naturaleza con
mi vida privada me explayaba con total confianza como si hubiéramos vivido
cuantiosas noches etílicas y los pesares de la vida hubieran sido compartidos,
más aún, las alegrías del otro celebradas como propias.
Quizá yo estaba en un hito de mi
devenir existencial en que no me importaba ya decir por completo quien era, en
el que me sentía indestructible a fuerza de no tener ya materia que derribar,
quizá ella llegó justo en el momento en que podía desnudarme sin miedo alguno,
pues ya no quedaba cuerpo que ver, quizá lo poco que alguna vez hubiera creído
ser había desaparecido ya y solo era una saco de huesos que deambulaba por el
mundo apresado apenas por el suspiro de un etéreo e inasible amanecer.
En cualquier caso, he de decir que contribuyó,
probablemente sin saberlo, a cimentar aún más, mi desconcierto ante la
naturaleza humana, ante las pasiones y causas que motivan a hombres y mujeres
en su manera de interrelacionarse entre ellos y con el medio que les rodea. Si
siempre fui un misántropo irredento, después de conocerla y tratarla durante
aquel interminable año, me volví un huraño más comprensivo con las debilidades
humanas, un poco menos iracundo ante las miserias del común de los mortales.
El café terminó y volvimos juntos al
trabajo, aunque yo ya sospeché que en su mente, eso era más un concepto que una
situación geográfica. En aquel pequeño trayecto un par de veces paró a otros compañeros
para realizar con tal franqueza un comentario o una petición que yo los veía
tambalearse sobre sus talones, demudarse su cara ante el asalto improvisado y
feroz de su sinceridad impertinente.
De pronto pasó una compañera joven
que caminaba hacia su puesto. Leonora la paró con cualquier excusa y de
improviso le espetó:
-Este es mi nuevo amigo, sonrió sin darle
mayor importancia, con su sonrisa franca que por igual te desarmaba y te
agredía.
Vi como la joven entraba en estado
catatónico. Su rictus sufrió toda una marea de alteraciones involuntarias que
trataban de encontrar algún tipo de expresión acorde con aquella injustificada
confesión, pero no hallaba el camino, y se iba transformando en una serie de
muecas ridículas que solo expresaban desazón e incomodidad. Por último, la
joven esbozó una medio sonrisa que podría ser la expresión facial de un
retortijón y continuó su camino presa de la incertidumbre acerca de lo que el
resto del día le depararía. Para mí fue uno de los días más celebrados pero no
el único en el que Leonor pondría en apuros a los pobres incautos que se
cruzaban en su camino sin la protección de un desorden mental agudo como el
mío.
Aquel pequeño suceso me dejó perplejo
durante un tiempo, debatiéndome entre mi propensión a sufrir por el ridículo
ajeno y una imbatible atracción hacia una persona capaz de ejecutar aquel acto
con tal aplomo que lo convertía en la cosa más normal del mundo. La naturalidad
era uno de los pequeños regalos que Leonor me ofrendaba para desconcierto de
muchos de los que la sufrían.
En aquellos meses, fuimos en muchas
ocasiones a los bares, pero no necesariamente a comer o beber, sino
simplemente, como era costumbre en nuestra cultura, a perder el tiempo charlando
sobre cualquier tema insustancial o trascendente. Nuestros pequeños debates
eran apasionados, amables a veces, airados, otras, pero siempre repletos de
humor y de paciencia. Nos ofendíamos con la amabilidad con la que una familia
lo hace durante una cena de Nochebuena.
Entre ellos, los más acalorados eran
los que se referían al sentido trascendente de la vida. Yo soy un ateo
practicante y ella una creyente desaforada. Sus profundas convicciones
religiosas eran para mí un arcano imposible de desentrañar, ¿de dónde surgían?
¿por qué permanecían? Siendo así que era una persona de extrema inteligencia ¿cómo
persistía en la creencia de aquello a lo que todas las señales racionales llevaba
a pensar que no existía, que era una mera construcción de los humanos, primero
por miedo a la muerte y luego como elemento civilizador en los días más brutales
y oscuros de nuestra especie?
Para mí este era un misterio en el que por más que buceaba
jamás sacaba nada de valor. Ella esgrimía argumentos etéreos, insoslayables por
su inconsistencia, se perdía en un marasmo de sensaciones y sentimientos sin
ninguna base probatoria que por su propia inexistencia eran imposibles de
rebatir. Al final siempre llegábamos a la Fe, esa maldita palabra que tanto
odio y que tanto mal ha hecho a la
especie humana. La fe en todos sus variantes solo ha servido para
justificar las más injustificables atrocidades, para respaldar los más
innombrables comportamientos. Tras la fe solo se esconde el fanatismo y la
oscuridad.
Un día me invitó a ir al día siguiente a la playa que
teníamos apenas a 5 km. A mí la playa no me suele gustar mucho, bueno, en
realidad, lo que no me gusta es la playa en verano, con calor, humedad, llena
de salvajes gritando y atronando con la música a todo volumen como para acallar
la oquedad de sus cráneos hipertrofiados. Pero por fortuna era invierno. Y eso
era otra cosa. La playa era entonces un lugar tranquilo donde sentarse a cierta
distancia del mar solo para oír el batir de las olas sobre la costa, mientras
las dunas de arena dorada se solazaban sin prisa bajo los acariciadores dedos
de unos incipientes rayos de sol.
Así pues acepté encantado y la esperé al día siguiente con el
picnic preparado. Apareció a las diez y media pese a haber quedado a las diez,
en un coche viejo y cochambroso que manipulaba, sin cariño alguno, yo diría que
incluso con un poco de aversión, como la rabia mal disimulada que le tiene un
labriego al roce de la hoz que le llaga
las manos. Era su acendrada relación de amor-odio con la tecnología la que le
empujaba a esa actitud con cualquier artilugio fabricado por los humanos.
Condujo con despreocupación hasta la costa bajo un cielo
límpido en el que unos jirones difusos de nubes apenas dibujaban unas sombras pasajeras.
Finalmente llegamos a la costa y aparcamos en un arcén para dirigirnos por un
camino de arena entre las dunas a la vera del mar. Nos sentamos y nos dejamos
acariciar por la fresca brisa de un día soleado de invierno sin decir palabra,
como una pareja de ancianos que tras 40 años casados no tiene nada que decirse
o lo dicen apenas sin palabras. Quizá la compañía pura era en ese momento
un valor más preciado que las mejor de
las disertaciones que pudiera construirse con palabras. Y por alguna razón los
dos habíamos decidido disfrutar de esa compañía en silencio sin haberlo
acordado previamente.
Al fin se quitó una telaraña de cabello de la cara y dijo:
-
Me
ha escrito mi ex, pronunció las palabras con comedimiento exquisito.
-
Cual,
dije yo como un girasol con la cara expuesta al astro que lucía en el cielo
infinito.
-
Hace
mucho tiempo, dijo lacónica, no sé si para que información mía o recordatorio
suyo.
-
¿Y
qué quería?, más por cortesía que por verdadero interés.
Ella ignoró mi pregunta, como a
menudo hacía, para seguir el hilo de sus pensamientos.
-
Siempre
está yendo y volviendo, apostilló para cerrar el tema y quedarse en silencio.
Su vida amorosa era un dédalo de pasiones y odios, en el que
había naufragado incontables veces, pero del que, al igual que el barco del
holandés errante, siempre salía a flote salvando los tesoros del naufragio.
Tenía una habilidad sobrenatural para enrolar a sus amantes en su propio bando
de modo que lejos de convertirse en ajenos pasaban a formar parte de su elenco
sentimental. Los abducía en una maraña de sentimientos irracionales o razones
sentimentales en los que inevitablemente se veían atrapados sin ser capaces de
buscar una salida o pensar siquiera en que debieran buscarla. Creo que a
diferencia de la mosca en la tela de araña, sus amantes-amigos no se debatían
entre los hilos que los apresaban, quizá porque la tela se les hacía tan cómoda
que finalmente se convertía en un cálido y cómodo somier en el que dormitar
durante un rato en el continuo discurrir de la vida. En realidad, pienso que
para ellos, ella terminaba siendo como un refugio indeseado, similar a un abrazo aceptado a regañadientes, como el
que recibe un adolescente enfermo, demasiado mayor para aceptar las carantoñas
de una madre protectora, pero no tanto como para no ansiar su consuelo
incondicional.
Leonora atrajo el bolso hacia sí y extrajo de él una bolsa de
almendras, me ofreció y comenzó a comer algunas con gran delectación.
Disfrutaba como de todo lo que hacía con un sentimiento profundo de posesión,
en la menor de sus acciones nunca había cabida par lo superfluo. Luego comenzó
a interrogarme de forma casual, como siempre hacía. Nunca entendí si de verdad
le importaba mi opinión o simplemente
trataba de examinarme como a una rara especie recién encontrada y que no se
sabe muy bien donde ubicar en el árbol filogenético. De modo que lanzaba sus
dardos punzantes tratando de maniobrar los resortes que abrieran el cofre de mis
secretos, si es que tales artefactos existiesen. Indagaba en una perpetua
obsesión por encasillarme o bien por atraerme a su manera de pensar, a su
enraizada forma de visión de la vida. Por más que trataba de explicarle que
ello y yo no hablábamos el mismo idioma no se daba por vencida y volvía una y
otra vez a la carga para derribar los muros de mi racionalidad que ella
consideraba ceguera.
Sin embargo, ella misma, a pesar de que era una buena
comunicadora y hablaba y expresaba su opinión sin prevención alguna, era inextricable.
Era imposible saber lo que pensaba a cerca de nada. Su palabrería difusa
escondía con extrema habilidad su verdadero ser, sus auténtica personalidad;
era un enigma encerrado en un telepredicador, capaz de expresar su opinión
sobre los más diversos temas sin siquiera dejar entrever un atisbo de su
verdadera identidad. Como un batiscafo navegaba entre conceptos e ideas,
subiendo o bajando en la profundidad con que los abordaba, pero siempre
encerrada en este artilugio construido con palabras que le impedía mojarse ni
un pelo en el mar impredecible de la controversia.
Tendía trampas en el discurso constantemente. Hablar con ella
era como participar en una película antigua de chinos, llena de celadas y
subterfugios. Evitaba lo políticamente correcto planteando opiniones
abiertamente descarnadas en las que no creía pero de modo que su interlocutor
se sintieran suficientemente cómodo como para expresarse con total crudeza; se
ponía de tu parte para invitarte a saltarte los convencionalismos sociales, aun
cuando ella estuviera plenamente convencida de lo contrario. Creía estar en
posesión de la única moral auténtica y por tanto legitimada divinamente para
maniobrar en beneficio de esa verdad revelada.
-Eres un cobarde incapaz de amar, por eso te guareces en esa
racionalidad metálica, me espetó un día sin que se alterara un solo cabello de
su peinado.
-Bueno primero habría que definir qué es el amor, traté de
defenderme
-El que no lo sepas explica la lástima que siento por ti,
dijo riendo a carcajadas mientras me tomaba del brazo con ternura.
Fue una muestra de su humor afilado y fina ironía que podía
tornarse cruel de ser preciso, y que la mayoría de las personas no entendía y a
no pocos espantaba. Dulce en los modos, afilada en las sentencias, hendía el velo
de la inconsistencia discursiva con la precisión de un neurocirujano que
extirpara el nervio preciso para desmadejar a un individuo casi sin signos
aparentes de haber sufrido la menor herida. Realizaba la incisión de manera tan
exhaustiva y delicada que a menudo sus contertulios u oponentes balbuceaban
como niños incapaces de volver a armar el edificio de sus pensamientos una vez
eliminada la viga maestra que todo lo sostenía.
A veces podía decir una cosa y a los pocos días justo la contraria
con la misma convicción. Pero no era una mentira, simplemente había olvidado lo
dicho anteriormente y construía una nueva opinión, en el momento, con el hilo
que entonces llevaba como si la anterior jamás hubiera existido.
En ocasiones mientras hablaba se podía intuir que su mente se
encontraba muy lejos, al menos una buena parte de ella, mientras que una
pequeñísima fracción de su cerebro mantenía en movimiento los músculos de su
boca articulando frases memorizadas que en realidad no tenían nada que ver con
ella misma.
En algún momento llegué a creer que me apreciaba
sinceramente, pero ahora tiendo a pensar que más bien fue un artificio de mi
propia necesidad, como quien antropomorfiza a un animal y le hace partícipe de
sentimientos humanos a los que el animal es completamente ajeno.
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