Aquello no estaba preparado. Simplemente se
levantó para ir al trabajo como cualquier martes y se sintió incapaz. Incapaz
de ducharse, ponerse el traje, desayunar con su marido y sus hijos, coger el
coche, esperar en el atasco, llegar al trabajo. Incapaz de sonreír a las
víboras de sus compañeras, de acatar las órdenes estúpidas de su jefe. Sintió
que aquello le estaba drenando la vida. Qué aquella mujer era un
parásito que se había adueñado de su cuerpo y usurpaba su voluntad
mientras los años pasaban y ella era incapaz de desalojarla y tomar las
riendas.
De modo que esa mañana cogió a aquella
furcia por el cuello y la golpeó contra los azulejos del baño en la soledad de
la ducha, hasta que una mancha oscura y sanguinolenta quedó alojada junto al
espejo con una perfecta simetría.
Llenó una
bolsa de viaje con algunas pertenencias y salió con sigilo. Condujo el coche hacia la
salida de la ciudad; hacia aquella carretera que era el cordón umbilical que la uniría a su felicidad.
Decidió volver al pueblo de su infancia. Aquel
lugar apartado y recóndito, perdido en las montañas, camino de la costa. Un
lugar abrigado del mundo, todavía protegido del ataque de la vida
moderna, de las prisas, de las ataduras.
Cuando llegó lo reconoció como el pueblo de su
infancia. Y se reconoció a sí misma. La otra había muerto, había quedado lejos
en la ciudad, en aquel cuarto de baño que había sido su cárcel por dos décadas.
Había quedado en aquella casa, donde su propia familia había sido su carcelera,
donde su lecho era un ara que la ofrecía en sacrificio al concepto de familia.
Se instaló en la casa de sus abuelos, largo
tiempo abandonada. La decoró con mimo y paciencia y vivió aquella nueva
felicidad cotidiana gracias a las inversiones que la perra, como ella la
llamaba, había hecho en el pasado.
Pero por desgracia aquello no duró mucho. Una
mañana al mirarse en el espejo, la vio de nuevo, de improviso. Estaba allí.
Había cambiado el traje de alta costura por un sencillo vestido de flores y un
delantal. El peinado de diseño, por un pelo suelto recogido a penas por dos
horquillas. El collar de ágata, por una cruz de madera. Pero era ella. Había
vuelto una vez más, para usurpar su vida.