Hemos bajado desde el castillo de
Monfragüe hasta la carretera que nos conduce hacia el salto del Gitano. En
nuestra bajada el ocaso va avanzando y los buitres comienzan a aposentarse en
las repisas de la roca, visibles a simple vista, con su enorme envergadura, los
más grandes entre las rapaces ibéricas. Dejado atrás el tupido madroñal que ha
oscurecido durante buena parte de la jornada el cielo, salimos a campo abierto,
en una dehesa de bosque bajo y alcornoques que nos permite ver el camino de
regreso. Aceleramos es paso, sabiendo ya que llegaremos de anochecida a San
Carlos, lugar en el que tenemos el coche.
Caminamos con la retina impresa
por las maravillosas vistas del Tajo y su afluente el Tiétar que se besan bajo
las faldas del castillo. La senda corre paralela a la carretera hasta llegar al
impresionante roquedal del Salto del Gitano, lugar de acomodo de una enorme
buitrera. Aun con la premura de la hora paramos a hacer la preceptiva foto,
quizá la más conocida del parque nacional, David, por supuesto, trata de
fotografiar hasta los parásitos de los buitres.
Luego reemprendemos la marcha a
toda velocidad. El camino nos baja desde la carretera hasta la propia ribera
del río, ahora por un bosque de alcornoques jóvenes y monte bajo. Nos lanzamos
a tumba abierta. En una caminata rauda impelidos por la oscuridad que nos
empuja como una jauría de perros. Hace frío en Monfragüe, nuestros cuerpos
sudorosos no lo notan pero el viento gélido que corta nuestras caras y manos da
cuenta de ello.
Corremos, a toda velocidad, casi
sin resuello, con las piernas, anestesiadas por el cansancio, moviéndose de
forma autónoma, mientras los últimos rayos de sol todavía iluminan el camino y
escucho a mi espalda el continuo resoplar de David que a pesar del cansancio
corre como si huyera de un partido de fútbol.
Por fin, salimos del bosque hacia
un carril de tierra y, a cierta distancia, vemos el viejo puente semiderruido
que cruza el Tajo y que, a menudo, está inundado por las aguas. Por fortuna
ahora está al descubierto. Nos lanzamos hacia él a toda velocidad y llegamos
justo cuando la última claridad ilumina sus ojos.
Al llegar al otro extremo la
oscuridad nos envuelve. Saco la pequeña linterna y seguimos camino. Un cierto
temor ancestral me embarga. El temor a estar perdido en la noche, al monte que
tan extraño es para los humanos modernos, a los precipicios inadvertidos, a las
rocas camufladas que pueden hacerte romperte un pie, en un lugar en donde la
ayuda puede tardar horas en llegar. En donde el móvil no vale, sólo tú mismo,
con tu mecanismo. Sólo tus fuerzas, tus habilidades, tus destrezas. Consciente
de que un accidente en esta noche puede ser una experiencia muy seria.
Y, entonces, de modo imprevisto,
justo delante de nosotros un tropel resuena en el silencio de la noche y unas
figuras fantasmales saltan desde la senda hacia las retamas cercanas. Lo has
visto, lo has vito, dice David. Si, claro que los he visto, ciervos, varias
hembras con las crías, corriendo fuera de nuestra vista.
Ahora avanzamos despacio,
despreocupados de la noche y los peligros. Sólo queremos ver a esos magníficos
animales de cerca, salvajes, auténticos en su entorno.
Y al volver un recodo del camino,
nos quedamos petrificados. Un enorme macho con una gran cornamenta, está a
cinco metros de nosotros, quieto, gelificado en su postura de postal, con la
cabeza vuelta hacia nosotros, mirándonos en la oscuridad. Sus ojos son dos
puntos brillantes en la noche. Impertérrito, orgulloso, arrogante, nos observa,
nos interroga. Qué hacéis aquí, en mi territorio, en mis dominios. Porqué
molestáis a los míos. Y de pronto uno se siente un extraño, un observador
privilegiado, de pronto se siente un simple animal bípedo perdido en la
oscuridad de un bosque al que hace tiempo que renunció.
El enorme venado mantiene su
posición preponderante sobre la pequeña loma y yo saco la cámara de fotos
pensando que el flash les asustará pero que merecerá la pena la instantánea. La
foto, sin embargo, no es buena, pero sobre todo, el orgulloso macho permanece
inalterable. Desafiante ante el destello de luz, pareciera decir que nada tiene
que temer en sus dominios, que no teme daño alguno de alguien tan minúsculo
como un ser humano.
Con un poco de avaricia intento
acercarme más, ver los pequeños detalles de su majestuoso porte en la
oscuridad. Y, sólo entonces, con los movimientos de la realeza, vuelve grupas y
se aleja caminando lentamente, hacia la espesura, sin volver la vista atrás,
sin siquiera una mirada de reparo, como si nosotros simplemente no existiéramos
y nunca pudiéramos representar una amenaza.
Reemprendemos el camino hacia el
coche, con tan enorme excitación que a penas somos conscientes del trayecto. El
sabor de este regalo nocturno permanecerá largo tiempo en nosotros.
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