sábado, 4 de abril de 2015

JACINTA EN EL TRIGAL



La mañana se levantaba con una promesa de cigarras en el aire y un tenue olor a sudor de siega temprana. Jacinta se irguió con la premura de la tarea planificada y un ardor íntimo que achacó al roce nocturno de la franela que debiera ya ir dejando paso al hilo estival. Vistió la larga falda teñida de añil y la camisola blanca, se ajustó el delantal y la faldriquera. Se puso las largas medias que en atención a la ley de la relatividad no dejaban escapar la luz y se calzó las alpargatas recias como el titanio.
Ya ataviada se allegó a la cocina en donde empleó unos segundos para comprobar que los utensilios se habían vuelto a reorganizar como cada noche según la conclusión a la que su discernimiento le había llevado aunque sin más seguridad que la de un vano recuerdo perdido entre los vapores de la uva fermentada. Luego tomó un frugal desayuno a base café negro, pan de leña y panceta socarrada en las brasas persistentes.
Y ya sin más entretenimiento salió al tranco de la puerta coronada con el sombrero de paja como una virgen en el altar de una era. Cogió la vereda que llevaba a los campos de cereal donde ya se afanaban hombres y mujeres en la recolección de las grávidas espigas que doblaban los tallos cual afeminado tertuliano en corral de comadreo y los haces caían bajo la hoja de la hoz como bravos futbolistas placados por la súbita acometida de una brisa dominguera en el área pequeña.
Jacinta llegó a su campo hambrienta de guadaña, enfurecida por el hedor de la mies tajada que llevaba a sus fosas nasales un aroma de lucha embravecida, como un tiburón exacerbado por el olor de la sangre fresca. Así tomó Jacinta el mango del arma y acometió los áureos tallos relucientes bajo los rayos de un sol que ya justificaba su presencia.
Pronto la laboriosa amazona había abierto un amplio círculo en las apretadas filas enemigas, y situada en el centro como una espartana rodeada por las tropas persas, blandía en semicírculo la afilada hoja que rebanaba los cuerpos inermes de sus enemigos, bramando como una furia rabiosa en una primigenia batalla del humano agricultor contra vegetal. Estaba aquella refriega de las Guerras Médicas en lo más álgido de la contienda cuando a su espalda notó una presencia extraña por ambulante, impropia de la materia vegetal a la que se enfrentaba con fiereza. Y ante su asombro y sin mayor razón, volvió aquel ardor íntimo de la mañana como un desconsolado lamento que recorriera los vacíos espacios de sus entrañas. Confundida por aquella simultaneidad de sensaciones se volteó con premura y con el arma en ristre dispuesta a perpetrar cualquier acto violento contra quienes osaran cercarla por retaguardia. Y a punto estuvo de dar buen fin a su cometido, pues la hoz enclorofilada silbó frente al poderoso torso de un mancebo que la observaba embutido en sus pantalones ajustados, su camisa blanca y sus botas de media caña, plantado como un roble portentoso entre el trigal a medio segar.
Jacinta miró a aquel combatiente con una mezcla de recelo y pudor, sin terminar de reconocer en él a un enemigo o a un bravo paladín dispuesto a ponerse de su lado en la singular batalla que libraba contra las gramíneas hordas fulgentes. Más cuando el mozo le tendió la mano, robusta como el tronco de un olivo, rindió las armas y se aprestó a tomar aquel puente tendido sobre la tierra esquilada. Al acercar su cuerpo hacia el fornido labriego, el furor que desde la mañana la incomodaba se convirtió en un volcán en erupción que inflamó con su lava ardiente hasta el más alejado pedazo de su cuerpo hirviente. De la batalla campal de la faena pasaron sin mayor preludio a la contienda carnal en aquel círculo palpitante tapizado por el grano maduro y soasados a fuego lento por el astro que ya en el cenit mostraba por completo su rostro rubicundo.
Presos del fulgor se desembarazaron de las ropas opresoras con convulsos movimientos apremiantes deslizándose uno en torno a otro como culebras en un nido poco espacioso. Amasaron sus cuerpos con sus manos sin comedimiento ninguno, con intención de arrancarse la piel para hacerla propia y se embocaron mutuamente sus lenguas voraces, carentes de mesura, como sierpes deshuesadas en pos de una esquiva presa. Cuando al fin aquel semental imprevisto la alanceó con su descomunal sexo, Jacinta sintió ascender desde las profundidades de su femineidad un gemido primitivo y gutural que jamás había osado emitir y que venía acompañado de una columna de lava incandescente que iba derritiendo cada una las células de su ser llameante.
Cuando tocó fin la portentosa acometida, el complacido contendiente vistió de nuevo su armadura para salir del claro abierto en el trigal con paso tambaleante y semblante agradecido.
Jacinta quedó tendida sobre el lecho de tallos cortados que la amortajaban, dorada por el sol de media tarde que se retenía en su cuerpo desnudo antes de emprender su partida hacia las montañas cercanas. Al fin Jacinta volvió a animarse y ser vistió paladeando aún el almizcle prendido en los flecos de ausencia que dejara el desconocido en aquella senda por la que partiera.
Se secó la frente aún sudorosa y comprobó la ingente tarea que para el día siguiente le aguardaba, doble de la que debiera. Se aguachó para palpar, como siempre hacía, el tacto del grano segado y comprobó, con estupefacción, que el trigo donde habían estado tendidos, aparecía tostado, sometido a la pira de sus cuerpos incendiados.

De vuelta a casa, Jacinta dejó el saco de grano en el almacén y saco los aparejos de molturar. Se sentó con semblante complacido y fue moliendo el grano tostado para formar el gobio que durante largas semanas fue proporcionándole unos placeres impropios de la humilde harina que debiera servir para preparar alimentos solamente.

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