La mañana se levantaba con una
promesa de cigarras en el aire y un tenue olor a sudor de siega temprana.
Jacinta se irguió con la premura de la tarea planificada y un ardor íntimo que
achacó al roce nocturno de la franela que debiera ya ir dejando paso al hilo
estival. Vistió la larga falda teñida de añil y la camisola blanca, se ajustó
el delantal y la faldriquera. Se puso las largas medias que en atención a la
ley de la relatividad no dejaban escapar la luz y se calzó las alpargatas recias
como el titanio.
Ya ataviada se allegó a la cocina
en donde empleó unos segundos para comprobar que los utensilios se habían
vuelto a reorganizar como cada noche según la conclusión a la que su
discernimiento le había llevado aunque sin más seguridad que la de un vano
recuerdo perdido entre los vapores de la uva fermentada. Luego tomó un frugal
desayuno a base café negro, pan de leña y panceta socarrada en las brasas
persistentes.
Y ya sin más entretenimiento
salió al tranco de la puerta coronada con el sombrero de paja como una virgen
en el altar de una era. Cogió la vereda que llevaba a los campos de cereal
donde ya se afanaban hombres y mujeres en la recolección de las grávidas
espigas que doblaban los tallos cual afeminado tertuliano en corral de comadreo
y los haces caían bajo la hoja de la hoz como bravos futbolistas placados por
la súbita acometida de una brisa dominguera en el área pequeña.
Jacinta llegó a su campo
hambrienta de guadaña, enfurecida por el hedor de la mies tajada que llevaba a
sus fosas nasales un aroma de lucha embravecida, como un tiburón exacerbado por
el olor de la sangre fresca. Así tomó Jacinta el mango del arma y acometió los
áureos tallos relucientes bajo los rayos de un sol que ya justificaba su
presencia.
Pronto la laboriosa amazona había
abierto un amplio círculo en las apretadas filas enemigas, y situada en el
centro como una espartana rodeada por las tropas persas, blandía en semicírculo
la afilada hoja que rebanaba los cuerpos inermes de sus enemigos, bramando como
una furia rabiosa en una primigenia batalla del humano agricultor contra
vegetal. Estaba aquella refriega de las Guerras Médicas en lo más álgido de la
contienda cuando a su espalda notó una presencia extraña por ambulante,
impropia de la materia vegetal a la que se enfrentaba con fiereza. Y ante su
asombro y sin mayor razón, volvió aquel ardor íntimo de la mañana como un
desconsolado lamento que recorriera los vacíos espacios de sus entrañas.
Confundida por aquella simultaneidad de sensaciones se volteó con premura y con
el arma en ristre dispuesta a perpetrar cualquier acto violento contra quienes
osaran cercarla por retaguardia. Y a punto estuvo de dar buen fin a su
cometido, pues la hoz enclorofilada silbó frente al poderoso torso de un
mancebo que la observaba embutido en sus pantalones ajustados, su camisa blanca
y sus botas de media caña, plantado como un roble portentoso entre el trigal a
medio segar.
Jacinta miró a aquel combatiente
con una mezcla de recelo y pudor, sin terminar de reconocer en él a un enemigo
o a un bravo paladín dispuesto a ponerse de su lado en la singular batalla que
libraba contra las gramíneas hordas fulgentes. Más cuando el mozo le tendió la
mano, robusta como el tronco de un olivo, rindió las armas y se aprestó a tomar
aquel puente tendido sobre la tierra esquilada. Al acercar su cuerpo hacia el
fornido labriego, el furor que desde la mañana la incomodaba se convirtió en un
volcán en erupción que inflamó con su lava ardiente hasta el más alejado pedazo
de su cuerpo hirviente. De la batalla campal de la faena pasaron sin mayor
preludio a la contienda carnal en aquel círculo palpitante tapizado por el
grano maduro y soasados a fuego lento por el astro que ya en el cenit mostraba
por completo su rostro rubicundo.
Presos del fulgor se
desembarazaron de las ropas opresoras con convulsos movimientos apremiantes
deslizándose uno en torno a otro como culebras en un nido poco espacioso.
Amasaron sus cuerpos con sus manos sin comedimiento ninguno, con intención de
arrancarse la piel para hacerla propia y se embocaron mutuamente sus lenguas
voraces, carentes de mesura, como sierpes deshuesadas en pos de una esquiva
presa. Cuando al fin aquel semental imprevisto la alanceó con su descomunal
sexo, Jacinta sintió ascender desde las profundidades de su femineidad un
gemido primitivo y gutural que jamás había osado emitir y que venía acompañado
de una columna de lava incandescente que iba derritiendo cada una las células
de su ser llameante.
Cuando tocó fin la portentosa
acometida, el complacido contendiente vistió de nuevo su armadura para salir
del claro abierto en el trigal con paso tambaleante y semblante agradecido.
Jacinta quedó tendida sobre el
lecho de tallos cortados que la amortajaban, dorada por el sol de media tarde
que se retenía en su cuerpo desnudo antes de emprender su partida hacia las
montañas cercanas. Al fin Jacinta volvió a animarse y ser vistió paladeando aún
el almizcle prendido en los flecos de ausencia que dejara el desconocido en
aquella senda por la que partiera.
Se secó la frente aún sudorosa y
comprobó la ingente tarea que para el día siguiente le aguardaba, doble de la
que debiera. Se aguachó para palpar, como siempre hacía, el tacto del grano
segado y comprobó, con estupefacción, que el trigo donde habían estado tendidos,
aparecía tostado, sometido a la pira de sus cuerpos incendiados.
De vuelta a casa, Jacinta dejó el
saco de grano en el almacén y saco los aparejos de molturar. Se sentó con
semblante complacido y fue moliendo el grano tostado para formar el gobio que
durante largas semanas fue proporcionándole unos placeres impropios de la
humilde harina que debiera servir para preparar alimentos solamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario