No todo estaba en su sitio
aquella mañana lloviznera y ventosa de febrero. La cafetera se había movido de
manera casi imperceptible de modo que su redonda base se solapaba ligeramente
con el círculo marrón que ella misma había dejado sobre la encimera, creando
una finísima media luna en torno a su borde como único rastro de la mudanza
acontecida en algún momento de la noche.
También otros objetos de la
cocina habían sufrido aquella pequeña migración durante el pasado periodo
selénico. Atraídos o repelidos por el cuerpo celeste, quien sabe, o tal vez
simplemente animados por su taimada luz que con disimulo alumbró las oscuras
horas.
Lo cierto y verdad era que cuando
Jacinta entró en la cocina un súbito vahído casi la postró contra el suelo de
cuadros marrones y verdes, desgastado a fuerza de uña y estropajo, y tuvo que
aferrarse al quicio de la puerta para no quedar tendida contra el pavimento
como un perro atropellado cualquiera. Estabilizada ya en el vano, sostenida con
ambas manos a las jambas, solidificó su estupor en un súbito escalofrío férreo
y vertical que la recorrió desde los talones a la nuca para envararla cual
soldado raso frente a la orden de firmes de un mando. Para cuando su juncal
figura adquirió de nuevo la flexibilidad que le era característica el sol había
recorrido ya un cuarto del arco mañanero y perlaba de áureas gotas sus sienes
iluminadas intensamente a través de la ventana. En ese espacio de tiempo que no
pudiera decir si corto o largo, pese a que era fácil adivinarlo por la carrera
matutina del rayo de luz que iba avanzando de dos en fondo a través del
impoluto cristal en una perfecta línea que acuchillaba las baldosas para luego
zaherir la pared con un tajo vertical, Jacinta pudo comprobar en su forzada
inmovilidad que efectivamente los enseres domésticos no se ubicaban donde
debieran sino que por mor de un aliento inopinado debieron de haber mudado su
posición durante la pasada madrugada.
Un espasmo le sacudió el estómago
y estuvo a punto de vomitar una bilis amarilla y espesa que no llegó a expeler
por prevención a deslustrar el pulcro espejo enlosado tantas veces enjabonado
en largas jornadas de faenas domésticas. La súbita contractura abdominal fue
causada, por lo que pareciera, por la toma de consciencia de los movimientos de
mobiliario y enseres acaecidos en la penumbra nocturna, pero ya indagando más
sobre la verdadera esencia del trastorno gastrointestinal, Jacinta comprendió
que una presencia externa se animaba en sus entrañas y tomaba posesión de su
cuerpo con la sólida determinación de César durante La Guerra de las Galias. Y
aunque el latín no era una lengua que ella dominara, ni jamás había leído a
César ni tan siquiera supiera de su existencia histórica, aunque si conocía la
existencia de los romanos por las películas que durante la Semana Santa proyectaban en
este bendito país pío y devoto como el que más durante al menos siete días al
año, aunque como digo, nada supiera de los casos del latín, Jacinta comenzó a
farfullar frases inconexas en la lengua muerta que poco a poco fueron tomando
coherencia hasta constituir una melopea grave y consistente como un río que
fluye de las altas cumbres caudaloso y aguerrido.
De improviso, frente a sus ojos
extraviados, y fruto de la incesante cantoría, los objetos volvieron a animarse
como a lo que sabemos ya habían hecho antes, y tomaron derrota por la cocina en
busca de los acomodos que mejor les pareciera.
Para cuando Jacinta retomó la
lucidez, la estancia le pareció un lugar extraño en el que jamás había estado.
Nada estaba en su lugar sino que donde ella guardaba las sartenes ahora estaban
los platos, y donde debiera estar la nevera, había un mueble que contenía las
copas cristalinas y pulidas. Así fue reconociendo la cocina palmo a palmo, como
una unidad de infantería que reconociera el terreno por miedo a campos de minas
o nidos de ametralladoras.
Terminada la tarea de inspección
se sentó a desayunar a la mesa, y mientras bebía el fragante vino, sopesó
durante algunos minutos si volver las cosas al estado que recordaba o bien
dejarlas en su lugar, pensando que tal vez esta era su distribución habitual y
que era su memoria la que le jugaba una mala pasada mostrándole una cocina que
jamás había existido sino en su imaginación. Tras una intensa reflexión y un
botella del rojo caldo, olvidó por completo en lo que estaba pensando y notó el
aliento intenso y ardiente del sol sobre su espalda lo que le recordó que era
la hora del almuerzo y a ello debía de ponerse.
Sin más dilación, y con soltura
manifiesta, todo hay que decirlo, acometió la preparación de la pitanza,
encontrando a la primera y sin preámbulos cada uno de los ingredientes o
enseres que necesitaba, conforme al plano grabado a fuego en su cerebro de la
arquitectura cocinil fruto de años dedicados a la elaboración de los productos
alimenticios en aquel espacio que conocía milímetro a milímetro por mucho que
durante breves periodos de tiempo, en razón de quizá su propia iniciativa, o de
alguna que le era ajena aunque cercana, cambiara súbitamente.
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