domingo, 28 de julio de 2019

UN GATO EN LA HABITACIÓN.



-Vamos, cuéntenos cómo fue, no tenga miedo, aquí estamos para ayudarle, dice uno de los hombres de blanco sentado a la mesa metálica y desnuda mientras tamborilea sobre ella con los dedos de su mano derecha. Tiene unas manos regordetas y blanquecinas, yo diría que incapacitadas para cualquier actividad manual que vaya más allá de escribir con un bolígrafo o tal vez teclear con torpeza las teclas de un ordenador o los botones de un móvil. Me mira de soslayo, sentado de medio lado y desparramado sobre la silla de metal bruñido. No sé si con miedo o aburrimiento o tal vez la prisa de terminar pronto para regresar a casa junto a su familia que debe de tiene que ser una copia de la familia Adams pero en loser.
El otro tipo sentado junto a él, sin embargo, me inspira confianza. Permanece erguido con la espalda apoyada en el respaldo de la silla, hierático, me mira con una fijeza calculada, como de manera prospectiva sino más bien esperanzada, cómodamente expectante.
La habitación es bastante rudimentaria. Una mesa, las sillas que ocupamos, algunas estanterías con unos pocos libros. Una papelera. Lo justo para que parezca un espacio de trabajo, pero por el contrario destila cierta agresividad, como si quisiera transmitir comodidad pero sabiendo que estamos en territorio enemigo.
Yo atuso de manera compulsiva mi cabello, sin césar, llevo la mano hasta mi cabeza y lo pliego, lo aplasto contra mi cráneo, pero no se queda quieto. No para de erizarse. Siento como cada cabello toma vida propia y se despega de la piel y se eriza como un mar de púas, una barricada de lanzas preparadas para hacer frente al ataque inmediato, la miedo de la oscuridad, al terror que ya desde hace una semana se ha apoderado de mí, que no me deja dormir y amenaza con aniquilarme.
El terror oscuro que surgió de mi propia cama para adueñarse de mi vida y de mi próxima muerte.
-Quiere un vaso de agua, sugiere el hombre más callado, y sin esperar mi contestación se levanta y lo coge de la bombona que yace boca abajo y lo deposita con tranquilidad frente a mí.
De pronto noto los labios secos, la boca arrasada, como si llevara a la deriva varios días por el desierto, como si la comida y la bebida que he tomado en las últimas horas no hubieran entrado en mi cuerpo o no hubiera sido asimilada. Tomo el vaso y bebo con premura, sediento sin sed.
-Puede traerme más, articulo las palabras con dificultad mientras le alargo el vaso vacío.
No hay respuesta, solo coge de nuevo el vaso y lo llena. Después lo deposita ante mí y se sienta casi como una sombra sin hacer ruido. Y eso hace que todo mi cuerpo se erice mientras unos sudores fríos me embargan y el pánico se apodera de lo poco que de cuerdo queda aún en mí.
Todo comenzó hace unas dos semanas. Lo recuerdo bien. Llegué a casa de noche, tras un día de intenso trabajo. Hacía una tarde primaveral con un aire suave y perfumado de primavera que invitaba a sentarse en una terraza y tomar una cerveza fresca agradeciendo a la naturaleza el don de la existencia. Pero estaba extenuado. Y lo único que me apetecía era una cena frugal y dormir. Dormir como un bendito.
Y eso hice. Abrí la puerta de casa y solté la cartera sobre el sofá.  Vivía en un pequeño piso con tres habitaciones, un pequeño salón, la cocina y el baño. Me dirigí a una de las habitaciones que usaba a modo de trastero y también como residencia de Newton, mi gato. Era un gato de mediana edad, tenía seis años y negro azabache por completo. En realidad más que tener color pareciera que absorbiera la luz de modo que generara oscuridad en derredor de él. Aún en los entornos más lóbregos su negrura resaltaba como una esfinge maciza, en la completa ausencia de luz, su perfil se resaltaba entre las sombras destacando como una presencia rotunda.
Así es que abrí la puerta para que saliera pues no me gustaba que estuviera suelto por la casa y vino a saludarme como hacía cada día. Newton más que un gato se comportaba con las formas de un vetusto y noble cortesano. No requería mimos. Nunca tuvo un gesto de agresividad  y jamás lo vi asustarse. Salía de la habitación con parsimonia y se acercaba hasta mí. Luego se sentaba sobre sus patas traseras e inclinaba levemente la cabeza como dándome la bienvenida. Yo acariciaba su noble cabeza, acto que aguantaba con estoicismo, transcurrido lo cual volvía grupas y se alejaba hasta alguno de los lugares en los que gustaba de reposar para reflexionar sobre las complejidades del universo, supongo.
Después de la cena y un poco de televisión y en vista que los ojos se me cerraban solos me dispuse a acostarme. Por la noche, Newton dormía en mi habitación y como siempre a ellos nos dispusimos. Cerré la puerta pues no me gustaba dormir con la puerta abierta y me acosté. Newton rondaba por la habitación. Siempre lo hacía. Subía a la cama y se tumbaba. A los segundo volvía a bajar al suelo y se metía debajo de la cama o se tumbaba sobre la ropa que estaba en la silla. Por las veces en que me había despertado otras noches, no tenía un lugar fijo para dormir. Sino que a lo largo de la noche iba deambulando y durmiendo en distintos lugares.
Me quedé dormido de inmediato.
Paré de hablar y tomé el vaso de agua; mi mano temblaba ligeramente. El hombre de manos regordetas parecía más aburrido que nunca, su cuerpo casi resbalaba ya de la silla. Su mano seguía tamborileando sobre la mesa, aunque yo no oía el ruido que debía producir. El otro hombre, sereno, impertérrito, no pestañeaba. Parecía una grabadora en funcionamiento. Dejé el vaso sobre la mesa de nuevo.
A alguna hora indeterminada de la mañana me desperté. Había dormido profundamente pero noté una acuciante necesidad de orinar. Me levanté y salí de la habitación con cuidado de cerrar la puerta a mis espaldas para que Newton no escapara y tener que buscarlo por toda la casa de nuevo. A oscuras fui al baño y oriné con los ojos casi cerrados. Salí y apagué la luz para volver a la habitación y de pronto en mitad del pasillo advertir una masa negra en el suelo que me miraba con toda fijeza.
-Pero Newton ya te has escapado, exclamé. Me agaché y lo cogí para volver con él a la habitación. Cerré la puerta y me volví a acostar dejándolo sobre la cama.
Cuando desperté a la mañana siguiente me encontraba mucho más descansado. Había dormido bastantes horas con un sueño profundo y reparador y me encontraba de muy ánimo. Abría la puerta del dormitorio para que Newton saliera y paseara por sus dominios y fui a prepararme el desayuno. Me sorprendió ver en el suelo una lata de atún vacía. Le tenía prohibido a Newton que entrara a la cocina pero sé que buscaba cualquier descuido mío para penetrar y revolver en la bolsa de los envases o en la basura. Supongo que cuando escapó en la noche se había dedicado a eso. Volvía a recordar entonces cuando me desperté en la noche. Estaba seguro de haber cerrado la puerta tras de mí. ¿Cómo había salido Newton entonces? La verdad es que estaba muy adormilado cuando fui al baño y pudo escabullirse entre mis piernas mientras salía de la habitación. De hecho podía haber pasado un hipopótamo por mi lado sin que me diera cuenta. En fin, recogí la lata y me preparé el desayuno bajo la atenta mirada de Newton que me observaba bajo el dintel de la puerta sentado en posición de observación.
El día pasó con sus avatares cotidianos y la lucha constante para no naufragar en este mundo sin remedio y volví a casa nuevamente de noche.
Me hice una ensalada y vi un rato la televisión mientras los ruidos de la calle se iban atenuando y la pequeña muerte de la noche caía sobre la ciudad con la esperanza de la resurrección matinal. Llevé a Newton a la habitación, cerré la puerta y me acosté. De nuevo me desperté de madrugada para ir al baño. Me levanté adormilado y cuando fui a salir me quedé paralizado. La puerta estaba abierta. Pero eso no podía ser. Era una costumbre afianzada desde la infancia. Siempre antes de dormir me aseguraba de cerrar la puerta. Era algo sobre lo que no tenía ninguna duda. Si había una certeza en mi vida era que antes de dormir cerraba la puerta de mi habitación. La verdad es que me invadió el miedo. Encendía la luz. Todo parecía normal. Salí al pasillo y también di la luz. Luego recorrí cada una de las habitaciones del piso hasta que todas las luces estuvieron encendidas. No se advertía nada extraordinario. Ni el menor ruido. Miré la hora, eran las cuatro y media de la madrugada. Todo estaba en calma. Nada era inquietante. Solo un profundo silencio en la luminosidad de la normalidad aterradora que no explicaba por qué la puerta estaba abierta. Parado en mitad del salón reflexioné unos segundos. Y al darme la vuelta me sobresalté. Sobre la silla estaba Newton mirándome con fijeza, con sus ojos ámbar perdidos en la negritud de su pelaje. Si eso fuera posible pensé que una mueca de comicidad asomaba a sus pupilas. Pero por supuesto eso no era posible.
No sabía qué hacer y al final hice lo único que se podía. Fui al baño, apagué de nuevo todas las luces, cogí al gato, me aseguré de cerrar todas las puertas y me volví a acostar. Recuerdo con claridad que durante unos minutos el corazón me palpitaba con todos mis sentidos puestos en escuchar el menor ruido o notar el menor movimiento. Pero solo percibí la tranquilidad más absoluta. Incluso Newton que de manera habitual solía cambiar de lugar en la habitación, permanecía inmóvil en algún lugar de la misma, como si él mismo también permaneciera expectante. En algún momento me volví a dormir.
Cuando me levanté por la mañana la puerta permanecía cerrada. Salí de la habitación y me dediqué a inspeccionar la casa. Nada había de extraordinario. Nada fuera de su lugar. Absolutamente nada delataba cualquier intromisión. Nada era nada.
Pero aquello no iba a quedar así por supuesto. Salí de casa aquella mañana de sábado y fui a una tienda de informática para comprar una webcam. Cuando volví a casa lo primero que hice fue dedicarme a instalarla antes de dejar a Newton salir para que no estuviera enredando por medio, pues ya se sabe lo curiosos que son los gatos. Y en eso Newton sí que no era una excepción. Cualquier cosa que trajera nueva a casa era sometida a una meticulosa inspección por su parte.
Por fin estuvo instalada y comprobé en el ordenador que funcionara adecuadamente. Fui a hacer la compra del fin de semana y a visitar a unos amigos. Llegué a la noche con unas cervezas de más, pero después de una semana de intenso trabajo me merecía aquel exceso.
Cogí a Newton y me acosté. Dormí profundamente toda la noche del tirón. Aunque recuerdo haberme levantado un par de veces para orinar pero lo tengo en una nebulosa alcohólica un poco lejana, así es que no podría jurarlo. Cuando me levanté por la mañana tenía algo de resaca. Me tomé un ibuprofeno y me preparé el desayuno. Mientras tomaba el café y las tostadas me dediqué a navegar leyendo las noticias en el Facebook y escribiendo algunos comentarios incisivos. Las mañanas de los domingos los solía dedicar a estar relajado en casa, leyendo y escuchando música o realizando algún trabajo para el inicio de semana. Estaba a punto de cerrar el ordenar cuando reparé en la aplicación de la webcam del escritorio. La abrí y visualicé la grabación. La habitación aparecía en penumbra pero con la luz que entraba de la calle se reconocían las formas con claridad. Sobre la cama aparecía una forma humana tumbada bajo las sábanas, que obviamente era yo. A un lado la mesita y la silla con la ropa. Todo parecía en calma. De pronto algo se movió frente a la cámara. Era Newton que saltaba desde el suelo hasta la cama y se hacía un ovillo a mis pies para dormir con toda placidez. Luego de nuevo tranquilidad. Avancé un poco en la grabación. Newton había desaparecido de los pies. No se le veía por ningún lado, por lo demás todo estaba en orden. Avancé un poco más. Newton aparecía de nuevo. Sentado sobre la mesita parecía acicalarse con tranquilidad, luego permanecía inmóvil unos segundos, para saltar al suelo y desaparecer bajo la cama. Avancé un poco más en la grabación y entonces me quedé paralizado. La puerta estaba abierta. Se veía con toda claridad. No por completo pero estaba abierta. Volví hacia atrás en la grabación y comprobé lo que jamás hubiera querido comprobar, la puerta aparecía cerrada. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. No puede ser, mascullé, Esto no puede ser. Tiene que haber una explicación. Mi cerebro corría vertiginoso por todos los recovecos de mi razón y de mi saber. Tiene que haber una explicación. Pero la explicación no aparecía. Tomé de nuevo el ratón del ordenador y pasé la grabación segundo a segundo. Y allí estaba. En mitad de la noche. En la oscuridad de la habitación, la puerta se abría de forma lenta pero evidente. No se veía nada que la impulsara. Nada raro. Solo que la puerta se abría. Vi la hora en la grabación, eran las cuatro y media de la madrugada.
Me retrepé sobre el respaldo de la silla. No entendía. No podía entender. No era entendible. No le era. Simplemente.
E hice lo que nunca tendría que haber hecho. Esa noche preparé todo como de costumbre. Cerré la puerta pero puse el móvil en la mesita programado para las cuatro y media de la mañana. Y me acosté. Tardé un rato en dormirme, los minutos pasaron con lentitud mientras yo me revolvía intranquilo bajo las sábanas. Pero en algún momento me quedé dormido. Y en su momento la alarma sonó. La pared y me incorporé. La puerta estaba abierta. Comencé a temblar descontroladamente y sin encender la luz salí al pasillo. El miedo me invadió sin mesura. En el salón la televisión estaba encendida. Anduve impulsado quien sabe por qué energía hasta el salón y atravesé el dintel, no parecía haber nada raro. Y entonces lo vi. Sobre la silla del rincón una masa negra de opacidad sentada sobre sus cuartos traseros clavaba sus pupilas amarillas atravesando mi cordura mientras masticaba deleitándose con la comida. Una lata de atún a medio comer permanecía bajo su pata. Me miraba sin dejar de comer mientras la maldad absoluta se reflejaba en la profundidad de sus ojos.
Salí corriendo. Abrí la puerta y salí del piso. Y no puedo decir mucho más.
El hombre de la mano regordeta había dejado de tamborilear. La habitación permaneció en silencio por un tiempo que no sabría determinar mientras yo volvía a beber agua. El hombre que permanecía quieto cambió el peso de su cuerpo y carraspeó.
-Pero hemos revisado su ordenador en busca de esa grabación y no la hemos encontrado. Como explica eso, como explica que no haya grabación, dijo en un tono que pretendía ser neutro.
Yo fui a añadir algo, pero cambié de idea. Solo dije con el último atisbo de cordura que me quedaba.
-Newton.

LA CREDULIDAD DE LOS IMBÉCILES Y LA INCREDULIDAD DE LOS ILUSTRADOS.



Vivimos tiempos convulsos. ¿Y cuándo no es fiesta?, que diría mi abuela. Siempre son tiempos convulsos. La historia de la vida es convulsa porque es la historia de la lucha por la supervivencia, porque va implícito en el propio principio del universo, el quítate tú que me pongo yo o el de aquí no me muevo así me maten. Porque el aumento de la entropía es lo que rige el universo y para oponerse a ese principio destructor es precisa la energía, y la energía es escasa y hay que luchar y matar y comerse unos a otros para conseguirla.
Así es que no, no es la convulsión lo que desde mi humilde punto de vista caracteriza a nuestro tiempo. Tampoco lo es la credulidad de los imbéciles o ignorantes, esto va de soi. Si uno tiene la capacidad intelectual de una ameba o los conocimientos de Belén Esteban o Paquirrín se da por descontado que puede creer cualquier estupidez. Esto ha sido siempre así y lo será hasta el fin de los tiempos. En todo caso el problema no es la extensión que una estupidez alcanza, probablemente la diferencia con el pasado sea la velocidad a la que lo hace. Pero no olvidemos que desde las cavernas una parte importante de la población se ha dedicado a inventar y creer mitos, religiones y todo tipo de supercherías para explicar la realidad, en lugar de buscar la razón de la misma. Está en los humanos el germen de la comodidad ignorante porque, como ya he dicho, buscar explicaciones racionales requiere tiempo y energía y esta es escasa y costosa como para desperdiciarla en esto en lugar de quedarse cómodamente acampados frente a la televisión o el ordenador escuchando sandeces.
Entonces qué es lo que verdaderamente creo yo que caracteriza nuestro tiempo, la incredulidad de los ilustrados, de aquellos que buscan explicaciones racionales a las cosas, los que piensan y leen y profundizan para buscar el meollo de las cosas. Pero parece una contradicción que la incredulidad que es la base justo para buscar ese pensamiento racional se haya convertido en el problema. ¿Y cómo es esto? Fácil. Porque las cabezas pensantes se han obcecado en no creer la realidad por muy increíble que esta parezca. Decía Sherlock Holmes:
Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad”
Pero hay quienes se empeñan en seguir sin creer esta máxima y así nos va. Nadie creyó en EEUU que un fascista analfabeto como Donald Trump pudiera ganar unas elecciones a Hillary Clinton. Cómo un advenedizo con la mitad de su partido en contra iba a ganar contra toda la maquinaria democrática americana. Pues lo hizo.
Nadie creyó que cuatro profesores universitarios al frente de una mesnada de estudiantes pudieran conseguir crear un partido político en España, sin financiación casi, sin estructura, con un discurso absurdo y populista que intentaba desmontar nuestro sistema democrático. Y surgió Podemos como un torrente que casi despedaza nuestra democracia.
Cómo iba a ocurrir que el 15% que representaba hace cinco años el nacionalismo catalán se iba a convertir en casi un 50% de los catalanes, que llevarían a cabo un golpe de estado en el parlamento catalán y que llevaran a Cataluña al borde de la guerra civil. Pues ahí está retransmitido en directo por televisión.
Ninguna cabeza pensante ni soñó hace dos años que los franquistas de ultraderecha saldrían a las calles a dar mítines y conseguirían no solo entrar en ayuntamientos y comunidades autónomas, sino marcar toda la política de la derecha y llegar a Congreso de los diputados. Y ahí está Abascal entrando a caballo en la sede de la soberanía popular española.
Cómo va a ocurrir que Reino Unido sea gobernado por otro fascista que la saque de la Unión Europea, amenazando el proyecto común y dándole armas a EEUU para crear un eje antieuropeo que beneficie al peligroso Donald Trump. Pues está a punto de ocurrir.
No queremos creer que la robotización amenaza la existencia de los sociedades y las paz social, no queremos ver que destruirá la economía y el trabajo y que no tenemos alternativa.
Como iba a ganar el fascismo de Salvini en Italia, de Bolsonaro en Brasil, etc. Pues ahí están amenazando todo lo construido durante décadas.
Pues este es el problema. La incredulidad de nuestros líderes intelectuales. Nuestros políticos, científicos, humanistas no quieren creer lo que la realidad trae, ven los signos pero no les gustan y buscan explicaciones alternativas. Ven que la bola de nieve va creciendo y rodando, creciendo y rodando, pero prefieren pensar que en algún momento por intersección divina se parará, o que desviará su rumbo. Y así, en esa incredulidad de que la catástrofe puede ocurrir no intervienen, se mantienen en la indolencia expectante suspirando para que todo sea un mal sueño. Pero no, no es un sueño. Trump gobierna. El fascismo se extiende por el mundo. Europa se rompe. Y mientras seguimos sin querer creer que la bola de nieve va a aplastarnos.

martes, 16 de julio de 2019

LÍMITES

En el límite de la desesperación, está la vida,
En el límite de la llama,
Justo en el lugar donde se vuelve traslúcida
Se halla el lugar más caliente, el más ardiente,
En el centro del corazón que nos delata
En la oscuridad y la luz.
En el límite del odio y del dolor,
Está el perdón, también el perdón a uno mismo,
Por no luchar suficiente o por luchar demasiado
O por rendir las armas o blandirlas
O no pararse en la almena a contemplar la luna.
Corre hacia las fronteras, hacia donde todo termina
Porque también es el inicio de todo,
El comienzo del resto de lo que queda.
Huye por los caminos sin saber a dónde conducen,
Solo huye y recorre senderos
Porque en eso cosiste la vida, 
Al menos la vida que merece la pena ser vivida.