viernes, 19 de marzo de 2021

EL EMBARAZO

Cuando Ana se enteró aquella mañana de que estaba embarazada, un sudor frío y pegajoso se deslizó por su espalda empapando el suelo de toda la consulta. Mientras el servicio de limpieza reparaba el estropicio, Ana decidió que tenía que alumbrar a la criatura ese mismo día y así se lo comunicó al médico. El comentario demudó el rostro del facultativo que con un gesto entre asombrado y divertido exclamó: -¡Señora está usted de dos meses! Y además el parto sigue un proceso natural que no depende de usted. Luego le dedicó una paternalista media sonrisa de superioridad incuestionable y se puso a escribir en el ordenador. Ana no se inmutó. Se incorporó trabajosamente de la camilla debido al notable aumento que su vientre había sufrido desde que se enterara de la noticia y abrió las piernas. Por segunda vez aquella mañana el suelo de la consulta del atónito médico se inundó. -Señora, gritó el médico enfurecido. Pero luego su semblante palideció al decodificar que aquel nuevo fluido expulsado por la mujer que se mantenía de pie en el centro de su consulta era líquido amniótico y permaneció durante unos momentos petrificado por aquel hecho indiscutible y perturbador, a todas luces imposible y, sin embargo, cierto y veraz. Finalmente, su cerebro de ginecólogo le impulsó a la acción de manera inconsciente. -Por favor, súbase de nuevo a la camilla, dijo ayudando a Ana a reclinarse. La exploró entonces con tacto y delicadeza. Su perplejidad aumentaba de modo desaforado. Se incorporó y habló más para sí mismo que para informar a Ana. -Está usted de cinco centímetro, exclamó desconcertado. -Ya se lo he dicho, replicó Ana sin que una sola hebra de su cabello castaño se descompusiera pese a las rítmicas contracciones que su útero le producía. Aún a pesar de las evidencias el médico volvió a cerciorarse. No cabía duda, estaba de parto. De manera inmediata activó el protocolo y llevaron a Ana al paritorio. Dos horas después Ana gritaba y gemía entre contracciones feroces luchando por expulsar al neonato de su ser. Nadie entendía nada de aquella situación. En la ecografía de urgencia el niño parecía seguir en formación pero estaba claro que el parto estaba en marcha. Los médicos dudaban sobre si dejar el proceso de forma natural o provocar un aborto. Ana se negó en redondo a recibir ningún tipo de anestesia y dejó clara su intención de parir a aquella criatura entre dolores atroces que amenazaban con partirle la columna cada vez que hacía el puente sobre la camilla. El personal deambulaba de un sitio a otro como hormigas que han sido irritadas al meter un palito en su hormiguero. Entonces una enfermera ya cerca de la jubilación se acercó con calma a Ana y le tomó la mano. Su sonrisa era amplia y franca. Sus sienes plateadas eran un lago otoñal en el que los focos del paritorio arrancaban destellos argénteos. Con una calma infinita dijo: -¿Porqué? La cara de Ana se contrajo en una máscara horrible de dolor y entre gemidos entrecortados pudo decir: -Tengo tres hijos, ufff ufff, llevo dos años en el paro, arrrrrrrggggg, y ayer firmé un contrato de seis meses, ¡su puuuuuuta madre! La enfermera no dijo nada. Se abismó en los ojos negros de Ana como quien salta desde una roca a un lago de lava incandescente. Su cuerpo ser envaró y como una antena de telefonía un chorro puro e invisible abandonó su cuerpo unido al de Ana. Una ola de sororidad se extendió por el centro hospitalario cabalgando como un corcel desbocado que saltaba de consulta en consulta, de sala en sala. Entonces de manera súbita el útero primigenio y colectivo de todas las mujeres del centro se contrajo en una única contracción creadora. Un rugido telúrico se alzó desde los confines de la memoria femenina, allí en donde todo hombre teme mirar. Y Adrián nació. Era pequeñito y prematuro. Pero decenas de úteros habían contribuido para que estuviera sano y completo. Su grito vital acalló el rugido uterino y una serenidad inefable se apoderó del rostro de Ana. -Hermana, yo te creo, dijo al fin la enfermera acariciando su rostro mientras sus compañeras llevaba el vástago al lado de la madre. NOTA. Ana se recuperó y después de haber parido a Adrián jamás usó medidas anticonceptivas. Pese a que su vida sexual fue plena y pródiga nunca tuvo más hijos ya que había decido que cuatro eran más que suficientes y además no podía exponerse de nuevo a que el embarazo le pillara en mitad de un contrato laboral con el consiguiente riesgo de tener que perder otro día de trabajo para parir al niño. Así es que crió como pudo a sus cuatro retoños encadenando contratos temporales mal pagados, pidiendo ayudas al estado y a los vecinos, y gracias a un sobre sin nombre y con algo de dinero que llegaba regularmente. Un sobre pequeño y pulcro tintado de plata. La enfermera se jubiló y diez meses después ella misma tuvo un hijo, pese a que no había mantenido relaciones sexuales desde hacía diez años. De hecho se produjo un aumento significativo de alumbramientos entre todas las mujeres que estaban en el hospital el día en que Ana parió a Adrián. Es evidente que no hay ninguna relación entre ambos hechos, pero lo cierto es que la estadística del centro refleja este dato, lo cual tuvo a dirección de cabeza teniendo que sustituir a todo el personal femenino en estado de buena esperanza, para lo cual despidió a todas las que eran eventuales y cubrió sus puestos con hombres jóvenes que no corrían el riesgo de sufrir un embarazo súbito y múltiple. El ginecólogo que atendió a Ana escribió un artículo que mando a la mejor revista de neonatología. Por supuesto los referee desestimaron su artículo tildándolo de burda patraña. Debido a su insistencia el hospital le amenazó con retirarle la licencia para ejercer. Recabó declaraciones de sus compañeros pero ante las amenazas, estos optaron por callar y vivir su vida de servidores públicos y no meterse en jaleos con la dirección que siempre es vengativa y protege sus propios intereses. Finalmente abandonó el ejercicio de la medicina y se retiró a un templo budista en donde busca la paz interior. El autor de este cuento consiguió un descomunal éxito con la publicación del mismo lo que le llevó a abandonar su carrera de incompetente profesor de instituto, para fortuna de su atormentado alumnado, y dedicarse de manera profesional a la escritura. Pese a su falta de talento, gracias a su gracejo natural y sexualidad desmedida ha conseguido innumerables premios y ha amasado una considerable fortuna de la que vive en su mansión, endiosado de su propia genialidad y esperando la llamada de la academia sueca para otorgarle el premio Nobel que sin duda merece. Ayer cuando se fallaban los premios la llamada aconteció para comunicarle que era finalista pero que el premio lo había ganado una escritora africana, totalmente desconocida, por su fineza femenina y delicado estilo, una cualquiera que desde luego está muy por debajo de su calidad intelectual, pero así es la vida. -¡Todas son unas putas! Ha exclamado al cortar la llamada con el comisario sueco