martes, 21 de julio de 2020

SI TE DICEN QUE HUÍ.


Tus ojos son la jaula en donde me gusta encarcelarme
Cuando este maldito mundo me pone en busca y captura,
No hay senda por la que no huya y cabalgue,
Al llegar a ti navego en cabotaje.
Tu lengua es el humedal
Donde me gusta regocijarme.
Nunca entendí nada sobre lo divino,
Casi nada tampoco sobre el deambular mundano
De los que se afanan en acumular dinero y joyas
O de aquellos que se revuelcan ufanos
Sobre oropeles y brocados de seda,
Son para mí, meros hinchados gusanos
Que se revuelcan por un lodazal
Engalanado de guijarros.
Deambulo por la vida libre de ataduras
Porque libre es el que solo tiene sus manos
Para cavar pozos si tiene sed
Para recolectar frutos y bayas
Cuando ya se avejenta el verano,
Soy un hilo de algodón que en el cielo
Un breve viento a su antojo se lleva del brazo.
Mis apellidos son de árboles recios,
Terco en el proceder si está justificado
No me he de ver impelido por la muchedumbre
En pos de lo que se cree que es mayoritario,
Que la mayoría de los corderos
Van al matadero con alegría cantarina balando.
Si alguna vez fuiste mi amigo no dudes
Que amigo me puedes seguir llamando,
Los compañeros de viaje que se encuentran en la vida
Son valiosamente escasos.
Cuando me veas partir, desnudo y descalzo
No albergues compasión por mí,
Toma tu copa y álzala hacia el sol mortecino del ocaso
Sobre los últimos rayos bebe el dulce licor
Y brinda por lo poco que de bueno dejé a mi paso.

martes, 14 de julio de 2020

RUEDAS.


Desde mi balcón puedo ver bajo un cielo gris un millón de manos que se agitan en la tarde mortecina. Un millón de cabezas despeinadas y de ojos huidizos, un millón de bocas deseosas de besos, un millón de cuerpos que anhelan los abrazos. Desde la soledad de mi balcón, proa de un barco inmóvil sobre la línea de un horizonte que se abate sin medida sobre las cabezas de mis congéneres en su ajetreo insustancial y cotidiano, veo el universo que se extiende inmisericorde sobre nuestra fugaz vida que se agosta con cada bocanada de aire que tomamos. Bajo la inmensidad de la bóveda celeste que amenaza siempre, cual espada de Damocles, con arrebatarme los últimos jirones de cordura que me restan, no puedo dejar de ver a los de mi propia especie como roedores que corren con premura en la rueda de la jaula que los aprisiona. Manejados a voluntad por las leyes de la biología que les impone el nacimiento, el raudo crecimiento, la reproducción para la perpetuación de la especie, la senectud inmisericorde y la feliz muerte que resuelve todos sus problemas y pone fin a sus sufrimientos y quejas. Y para poder cerrar ese ciclo maldito, los humanos nos olvidamos de la misma existencia de esa rueda mortal en imparable giro, de la vacuidad que supone esa huida hacia adelante que en cada paso, en cada minuto, nos acerca, como la polilla atraída por la luz, hacia nuestro propio fin. El maldito regalo envenenado que es la consciencia nos mejora como especie y, a la vez, nos condena a entender, sin lugar a dudas, la naturaleza absurda de la existencia. Y a pesar de eso, cada mañana, mis coetáneos se levantan, laboran, construyen rascacielos y autopistas, componen canciones y redactan libros, sesudos o estúpidos; ocupan set de televisión para rodar putrefactos programas de cotilleo donde descuartizan a sus semejantes para consumo de la purulenta sociedad en la que vivimos. Ruedan películas, profundas, de acción sin argumento, románticas edulcoradas. Suben persianas, se afanan en vender todo tipo de productos, innecesarios y consumistas, esenciales para la vida. Productos de diseño, superempaquetados en plástico para nuestra perdición. Y viajamos, y rodamos por todo nuestro ancho mundo, minucia insignificante cósmica. Y volamos en la seguridad y la premura hermética enlatada de los aviones, o en los ataúdes con ruedas que son los automóviles, o en el anacronismo de barcos que surcan los mares que envenenamos cada día. Y así nuestra rueda va girando cada día, conscientes de nuestra vida, inconscientes de la futilidad con la que la gastamos, como la mecha que se consume a toda prisa para hacer estallar nuestros cuerpos y dispersar los átomos que los compone en este universo que nos acoge sin propósito alguno.