De su melancólico caminar había
hecho un sello vital. Un estilo de vida propio que navegaba entre la desidia y
la incertidumbre sin más agarraderas que su propio amor por la vida.
Calafateaba las brechas que en su alma habría la tristeza con dosis de humor
impostado y comentarios ingeniosos que rezumaban ironía a fuerza de la verdad
que les confería ser trozos de su pasado. Era adusto en los ademanes, soez si
era preciso espantar a algún refinado hipster de los media mass.
Condescendiente con los relamidos, tenaz con los deprimidos, voraz con los
desalmados.
Era sin más, intemporal,
desalmado y compasivo. Un hombre de otro tiempo y de ninguno. Un capricho de la
naturaleza que en medio de la mediocridad humana se permitía de vez en cuando,
dar lugar a un ser que divergiera de todos sus coetáneos para martirio suyo y
desprecio de ellos.
Llamado por mor de su padre,
Esteban, y de su madre Connery gracias a un desliz televisivo que la buena mujer
tuvo con tan atractivo actor durante los meses de postramiento en el embarazo
que le alegraron los largos días mientras que el marido andaba pescando en las
aguas canadienses. Fruto de aquellas tardes de pasión nació Esteban Connery
Sánchez Puertas con un perfecto dominio del inglés y una sonrisa socarrona que
nada más nacer le granjeó la primera bofetada del obstetra en un arrobo de ira
ante lo que consideró recochineo del púber recién nacido tras doce horas de
lucha para hacerlo pasar por el canal de parto. Bien hubiera podido el
ginecólogo reprenderlo por tan visceral acto advirtiendo al facultativo de que
la costumbre era dar una palmada en las nalgas, pero él mismo se quedó con las
ganas de propinarle otra bofetada y calló haciendo caso omiso de aquel acto si
no poco profesional al menos harto infrecuente en un paritorio.
Así el pobre Esteban Connery pasó
los primero años de su vida recordando aquel hecho premonitorio cada vez que al
sonreír ante una reprimenda o situación apurada recibía una nueva bofetada de
quienes no comprendían que su sonrisa era regalo de los dislates amorosos de su
madre y no de una socarronería que sin embargo al final iba a adquirir para
acompañar a aquella malhadada mueca.
Durante su infancia Esteban Connery
fue ya un niño especial. Mientras el resto de niños cogía saltamontes, hormigas
o cualquier otro animalillo para metérselo en la boca, él se dedicaba a
desmembrarlos con delicadeza para luego reconstruir quimeras que enseñaba a sus
allegados. Así puso las alas de una mariposa con unos alfileres pegados a la
espalda de una rana, construyendo así un prototipo de helicóptero. En otra
ocasión adhirió las patas saltadoras de un saltamontes a un escarabajo gracias
a unas grapas incrustadas en sus francos. Este fue un modelo fallido ya que
bajo el peso de la cabina, el artilugio volcaba a ambos lados con facilidad,
hecho este que de haber sido publicado habría prevenido la aparición de los
todoterreno Zuzuki.
Sus constantes experimentos con
animales le fueron ganando entre sus compañeros a medida que crecía el
sobrenombre de Doctor Frankenstein. Sobrenombre que luego adoptaría muchas
veces durante su vida adulta como por ejemplo en su correspondencia epistolar.
Sea como fuere Esteban Connery
fue creciendo en un mundo que le era a la vez extraño y hostil, lo cual también
era recíproco para el mundo que tenía la misma consideración para el pobre
desgraciado. De modo que constantemente se esforzaba en extrañarlo de la
existencia y a la vez le temía y se apartaba a su paso.
Así a la tierna edad de tres años
Esteban Connery sufrió un brote de malaria que los médicas tardaron tres meses
en diagnosticar ya que nadie jamás había visto en este país un caso se semejante
patología. Cuando por fin buscaron un tratamiento, comprobaron con estupefacción que los glóbulos
rojos del muchacho no solo habían aceptado al parásito sino que lo habían
domesticado de modo que ahora sus eritrocitos eran más eficaces en el
intercambio gaseoso y por tanto le permitían aumentar sus destrezas atléticas,
hecho este que sin embargo Esteban Connery casi nunca aprovechó en su
larguísima existencia más que dos o tres veces pues era poco amigo del apresuramiento,
mucho menos de la carrera.
De este modo la naturaleza
aprendió que tenía que pensar muy bien las herramientas que usaba en su guerra
por expulsar a Esteban Connery de su seno y en adelante fue más sibilina, evitando
los ataques frontales con un ser tan bien parapetado tras los adarves de la
existencia.
Esteban Connery salió del
hospital ante la mirada estupefacta de los médicos por su propio pie y con un
artículo publicado en Nature que sería reproducido y buscado por investigadores
de todo el mundo durante siglos.
A los cinco años, tras dos de una
tregua soterrada, donde se producían refriegas por parte de uno y otro bando,
el mundo trató de propinarle un nuevo jaque mate. Esta vez usando un arma que
suele ser letal. La combinación de la gravedad con la natural inclinación de
los niños al descubrimiento y la curiosidad. Así en una tarde calurosa de
verano, cuando las cigarras se deshacen las alas en su canto nupcial, Esteban
Connery se balanceaba en el extremo de la rama de un nogal intentando llegar a
un nido de jilgueros para comprobar su contenido ováceo, cuando bajo el influjo
gravitatorio vino la rama a quebrar, de modo que el propio planeta se implicó
en la expulsión de la vida animada del cuerpo del niño que se precipitó hacia
tierra como un saco de trigo, donde cayó con un golpe sordo y crujiente que
presagiaba el fin de la andanzas mundanas de la pobre criatura.
Y así fue. Durante media hora el
infante permaneció en parada cardiorespiratoria bajo los intentos frustrados de
los servicios de emergencia para reanimarlo. Sus padres lloraban más o menos. Y
los servicios de emergencia, más o menos trataban de reanimarlo. Tampoco hay
que exagerar con estas cosas. Cuando ya todo parecía perdido y estaban a punto
de dejarlo pasar, un joven ayudante e inexperto auxiliar dejó la pala cargada
durante unos cinco minutos almacenando tal cantidad de energía que la furgoneta
se quedó sin batería y hubo que sustituirla por una nueva. Al entrar la pala en
contacto con el pecho desnudo del chico produjo un chisporroteo eléctrico que
desprendía un fuerte olor a pollo asado; el cuerpo del chico se contrajo y se
dobló como una S suspendiéndose en el aire durante un tiempo indefinido para
finalmente caer sobre la camilla, chamuscado y renegrido. Todos los ocupantes
de la ambulancia se habían apartado por miedo al calambre y cuando la humareda
se disipó vieron con estupefacción como el pecho requemado de Esteban Connery
ventilaba con no pocas dificultades pero de modo constante.
Efectivamente el corazón del
chico había vuelto a latir, de manera arrítmica y desacompasada, pero latía.
Tras reponerse del impacto emocional de tal hazaña, por supuesto cayeron en las
horrorosas consecuencias que tendría para el chico aquella anoxia de más de
media hora. Sin embargo, no contaban con la capacidad de sus glóbulos rojos
para retener enormes cantidades de oxígeno y de dióxido de carbono. Para sus
eritrocitos media hora de falta de ventilación no era más que un leve ejercicio
de aguantar la respiración para ver quién gana una apuesta en un bar.
Tras aquel segundo intento el
mundo dejó en paz a Esteban Connery durante una larga temporada. De vez en
cuando intentaba algún pequeño asalto o triquiñuela para comprobar su solidez,
pero nunca nada serio, ante la férrea disposición del chico de seguir con vida.