lunes, 14 de mayo de 2012

Para todas las valientes

No te odio,

Porque no eres nada,

Porque sólo eres un pedazo de piedra

Fría, perpleja ante la vida que te sobrepasa,

Porque eres débil,

Débil como la escarcha

Cuando el sol la consume

Como se consume tu negra alma.

No te odio,

Eres agua,

Líquido que corre,

Lejos hacia la mar lejana

Para perderse en el enjambre

De recuerdos que no son nada.

Eres humo, incorporeo que escapa,

Por la chimenea que abrí en mi vida

Para tomar las riendas de mi yeguada.

Ahora eres lejano papel mojado

Que se deshace y sale de mi casa

Por el arriate de la enorme puerta

Que mi olvido limpia esta nueva mañana

sábado, 12 de mayo de 2012

PARAÍSOS CERCANOS

Parece mentira, a veces, que el cielo esté tan cercano:

Es una mariposa cautiva en la palma de la mano,

La franca sonrisa de un niño que cae como un rayo

Que cual bandolero nos asalta, cuando tranquilos caminamos.

La palabra tendida, hilada por la vida, de un poeta urbano,

La noche tranquila, perfumada, que duerme

En las esquinas de nuestro recorrido cotidiano.

Una nube que se pasea, sin prisa,

Vogando ociosa hacia el horizonte lejano,

Como vuelan los sueños desprevenidos

Cuando se avienen las primeras calores del verano.

Una caricia desprendida como hoja de otoño en mayo,

El roce, como un ciclón enorme, de una amiga mano,

Que embravece las emociones, que pone negro sobre blanco

Lo que sin tener que ser dicho

Resuena como un cañón bien templado.

Una casa engalanada con el color del narciso nardo

Recostada sobre la ladera, abrazada por los manzanos,

Amada por el río que baja de los montes nevados

Que la prende de la cintura y la hace bailar despacio.

Mira esa enorme luna como un gajo de cobalto,

Azul contra el negro que la recubre con un manto

Perlado de diamantes dispuesto para el mejor de los cuadros.

Parece mentira, a veces, que olvidemos sin pensarlo

Lo cerca que está el cielo y cuan lejos intentamos buscarlo.

lunes, 7 de mayo de 2012

ME PRESENTO

Atraído por la sed de tus ojos

Atravieso el Aqueronte sin pagar precio,

pues desde pequeño pertenezco al gremio

de los que no necesitan tirar de óbolo.

Mis días no transcurren ociosos,

En cada afán buceo tras el mejor pecio

Mi carácter se fragua profundo y recio,

Ajeno a cualquier elogio peligroso.

No me deleito con manjares sabrosos,

El mejor alimento lo consigo estando ebrio

Cuando siendo estúpido necio,

Aúllo en la calle como un perro dichoso.

Recorro los caminos como un solitario lobo

Y evito, si puedo, tomarme la vida en serio,

Aunque por ello, a menudo, sienta su desprecio,

A nadie doy explicaciones de cómo me comporto.

Nací de un profundo charco de lodo

Una colmena de salvajes fue mi colegio

Sufrí, como sufren los locos egregios,

Sumergido en aquel oscuro barrio pantanoso.

Inmerso en ese vendaval tormentoso,

por fin supe poner acertado remedio

Para romper aquel maldito sortilegio,

Y aparecer ante ti en sereno reposo.

jueves, 3 de mayo de 2012

MEMORIAS DE UNA GEISHA II

CAPITULO I

Se desnuda. Se adentra bajo el agua en la cabina de la ducha. El agua cae sobre su cuerpo, caliente y regeneradora. La recibe con un suspiro de satisfacción. Se mesa el cabello placenteramente. Placer en su cabeza, placer en sus dedos que bucean entre el pelo húmedo, amasándolo con cadencia. Después toma gel, con un nítido olor a hierbas, lo expande sobre su piel hidratada, suave y bien cuidada. Masajea cada pequeña extensión con mimo y delicadeza, pero también con firmeza. Deshace las tensiones, los pequeños puntos de dolor, mientras todo el baño se llena de un vapor cálido y acogedor, como un útero maternal.

Cuando termina han pasado más de cuarenta minutos. Cierra el grifo del agua caliente y apretando un poco los dientes, abre el de agua fría. Un chorro helado cae. Aguanta impasible, tiritando, unos instantes, mientras los poros se cierran y la sangre circula en superficie con fluides como en una autovía, restableciendo una circulación rápida.

Por fin, termina y sale de la ducha. Se seca con la enorme toalla, esponjosa y olorosa a base de suavizante floral. Toma el bote de bodymilk y vierte una generosa cantidad en su mano. Luego lo extiende con lentitud sobre su cuerpo, dejando que lo absorba con su propio ritmo, como un gato que bebe de su cuenco, mirando a su alrededor para no ser molestado.

Cuando termina en el baño se dirige a la habitación y abre el armario. Duda. Mira la ropa colgada en perfecto orden como murciélagos multicolores de la perchas. Colocados según un patrón fijo por funciones: ropa de batalla, ropa de trabajo, ropa de caza.

Finalmente se decide por un vaquero desgastado y un jersey lila entallado. Se pone un tanga amarillo, el único exceso para un día nada especial. Se pone la ropa con meticulosidad, dejando que la tela se adapte completamente a su cuerpo. Se mira en el espejo. Le gusta la imagen que ve reflejada. Le gusta mucho.

Toma el dinero y la lista de la compra y sale de casa. La vieja casona necesita un repintado, piensa, viendo algunas manchas de humedad en el techo. Pero claro a su edad ya quisiera yo tener sólo alguna gotera en el techo.

Baja las escaleras con soltura, demasiada como para pararse antes de encontrarse a doña María.

- Buenos días, Ismael, mucha prisa para las once de la mañana, dice María dejando las bolsas en el suelo mientras mete las manos en su sostén.

- Hola María, no es prisa es que soy nervioso, ya sabe.

- Anda, anda, donde irá tan arreglado, dice sacando un monedero negro del que saca las llaves.

- Si voy normal María, voy al super a comprar, pero vamos, que de todas maneras, nunca sabe una cuando va a encontrar el amor.

- Di que sí. A mi José me lo encontré yo en un cementerio. Se resbaló de la escalera desde donde ponía flores a su difunta y cayó a mis pies, como un ángel mandado por el señor, dice introduciendo la llave y girando la cerradura.

- Mas que un ángel, el Espíritu Santo, María, que le hizo once hijos.

- Calla, calla, que eres un deslenguado. Doña María hace un gesto como de remilgo, cosa que a sus 92 años no se sabe si es más peculiar o absurdo, mientras recoge las bolsas y entra en la casa.

- Bueno María que me voy, venga hasta luego.

- Adiós hijo, adiós, dice de espaldas, mientras apoya su enorme culo en la puerta para cerrarla.

Ismael sale del edificio y se dirige al supermercado de la calle de al lado. Las calles son muy estrechas, los edificios casi se besan, y por suerte están cerradas al tráfico por ser el casco antiguo de la ciudad. A esa hora hay mucha gente en la calle. La mayoría turistas o estudiantes. Los primeros en busca de algún edificio peculiar al que sacar una foto. Los segundos son principalmente los inquilinos de la zona, junto con las personas mayores que aún quedan. Es una extraña mezcla entre lo nuevo, lo innovador, el futuro, y lo viejo, lo tradicional y el pasado. Pero el caso es que la mezcla funciona, por que el hecho de no haber matrimonios jóvenes con hijos, barbacoas, y domingos de chándal y lavado de coche, parece atraer por igual a estos dos extremos de la piramide poblacional. Y por otra parte pareciera que hay una cierta simbiosis vital entre ancianos y jóvenes estudiantes. Los abuelos rejuvenecen de alguna manera con los chicos y estos parecen absorber algo de la experiencia de los premorten. El caso es que el ecosistema funciona bien y la vida en el barrio es tranquila y agradable. Salvo cuando llega el fin de semana, en que algún iluminado espirituoso, canta a las farolas de la calle confundiéndolas con el plenilunio. Pero esa es otra historia.

Ismael llega a la calle Puentezuelas. Es una calle un poco más ancha. En ella se encuentra el Palacion de las Columnas, un edificio neoclásico del XIX que perteneció a los Fernández de Córdova, familia de rancio abolengo. Hoy, este edificio señorial, es una fábrica de pluma, amén de la sede de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad de Granada. Una de las perpendiculares es la calle Buensuceso en donde se encuentra el supermercado. Es un super constreñido por la propia estrechez de las calles. Un poco sofocante. Como un todo a cien alimenticio, en donde los artículos se almacenan por doquier en la más rocambolescas posiciones e inestables equilibrios. En los pasillos hay discos de ceda el paso pues de lo contrario el supermercado se convertiría en una especie de laberinto cretense, en donde los pobres clientes atascados sin salida posible, irían muriendo como rorcuales varados.

- Hola guapa, saluda Ismael a la cajera.

- Hola Mael, responde la china.

Ismael empieza a revolotear entre los pasillo como una mariposa de flor en flor. Lo toca todo. Lo lee todo. En el bolsillo trasero de su pantalón permanece la lista de la compra, olvidada, como una nota de amor de juventud. Los artículos van cayendo en la cesta. Y luego van volviendo a salir de ella para ser sustituidos por otros. Que a su vez vuelven a las estanterías en un súbito impulso de arrepentimiento. Sólo para lanzarse a uno situado un par de lugares más adelante. Y, así, Ismael, va haciendo la compra, desorganizada, entre lo pragmático y lo glamuroso. Alternando unos Ferrero Roche con la lejía Conejo.

Ismael llega a la caja y se pone en cola. Y entonces lo ve. Dos puestos por delante de él. Un chulazo de toma pan y moja. Con unos pantalones caídos que dejan ver unos Calvin-Klain hendidos sin compasión por el valle del placer. Una camiseta que vuela libre alrededor de su cintura apenas intuida. Unas espaldas como un campo de fútbol, con espacio para 80000 espectadores, utilleros, trío arbitral y hasta cabinas para la prensa. Y una media melena rubia que se despeña hasta sus hombros de jugador de fútbol americano. Ismael suspira muy lento. Y el vikingo gira la cabeza, como atraído por una fuerza misteriosa, e Ismael ve sus ojos insondables y glaciales como una laguna de Sierra Nevada.

- Vaya mierda, dice Ismael, en voz baja. Otro nórdico frígido.

Pero, a pesar de todo, mientras la cola avanza, Ismael se recrea en el estupendo diseño de los calzoncillos.

Ismael llega ante la cajera que le saluda con un movimiento de cabeza y empieza a pasar los artículos mientras va sonando la música del lector de códigos. Es un momento incómodo, porque parece que uno está esperando a ver si la cajera lo hace bien o se equivoca. Todos pendientes de sus manos que repiten una y mil veces el movimiento: cojo artículo, giro artículo, suena pitido, suelto artículo. Y así, uno y otro y otro. Ismael los va recogiendo y los va acomodando en la bolsa de tela que las de plástico contaminan. Suerte que los coches, y los petroleros y las industrias químicas no. Cuando todo esta pasado la china se queda fija mirándolo.

- Doce con vente, Mael

- Toma guapa, dice Ismael, tendiéndole un billete de 20 euros.

- Adiós, gracias, dice la cajera, dándole la vuelta.

Ismael sale con la bolsa a la calle en un día claro y soleado de abril. Son las doce y veinticinco minutos del mediodía.


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Qué día tan estupendo hace, piensa, observando el retal de cielo que se recorta entre los edificios. Qué tal un paseo corto, se interroga. Con las bolsas no es posible mucho más. Se decide y camina hacia la calle Tablas, va subiendo por la acera disfrutando de la cálida brisa de la primavera cuando pasa por la puerta del Colegio San José. El edificio fue en tiempos el Palacio de Riquelme, lugar de nacimiento de Francisco de Paula Martínez de la Rosa, político y escritor granadino. Más tarde las hijas de la caridad lo convirtieron en lugar de adoctrinamiento para huérfanas de militares con preferencia a aquellas "cuya situación sea más peligrosa debido a su mayor belleza y miseria” según reza el propio testamento del fundador. Que debe ser que las bellas necesitan más educación que las feas. Posteriormente la Junta de Andalucía lo convirtió en el C.E.I.P. San José, es decir, centro de educación infantil y primaria San José, eso sí, bajo la ferviente vigilancia de las monjas no sea que los educandos se descarríen estudiando educación para la ciudadanía o algún otro texto del averno.

E Ismael, como siempre que pasa por sus puertas, recuerda los días en aquel colegio. Las monjas que aún quedaban, hieráticas como gárgolas medievales, sin tocados, pero con sus mismos ropajes de severidad e intransigencia. Castigándolo por sus maneras “demasiado delicadas”. Castigándolo por jugar con las niñas, por saltar a la comba. Siempre castigándolo. Y el constante zumbido en la clase, Ismael es mariquita, mariquita, mariquita … Los recreos sólo, sin jugar con las niñas para no ser castigado o el blanco de las mofas de los compañeros, sin jugar con los niños que no lo aceptaban. Sentado en un rincón del pequeño patio, viendo el cielo azul, lejano, las nubes que corrían y a las que se agarraba para ir lejos, tan lejos como sus sueños le permitían.

Ismael pasa de largo por el colegio, borrándolo de su mente, sin dedicarle una mirada. Hasta la próxima vez que pase por la puerta. Sigue hasta la Plaza de la Trinidad, donde millones de pájaros habitan las copas de sus árboles por la noche, para uso y disfrute de los agradecidos vecinos, que no sabrían como vivir sin ese encantador concierto nocturno. Y en donde algunos otros pájaros habitan en los bancos de piedra decorándolos como en un bodegón postmoderno.

Y sigue Ismael andando un poco más, hasta llegar a la Plaza de la Romanilla, conocida por la plaza de las palmeras, ya que en ella se alinean como una columna de fusileros, de dos en fondo, estos árboles junto a la estatua del aguador, fiel incansable de la acuosa balanza en que fue convertido por el escultor.

Y es llegando a las estribaciones de esta plaza cuando Ismael comienza a escuchar la algarabía. Los vendedores gritando a voz en cuello, con las carótidas como las de un cantaor de flamenco, los productos que venden. Las marujas y marujos regateando para ahorrar unos míseros céntimos. Y le llega ese maravilloso olor a fruta y verdura fresca. Ese trozo de sol, tierra y agua convertido en fragantes productos de la huerta traídos hasta la céntrica plaza de Granada. Y, sin pensarlo dos veces, se zambulle de cabeza en el gentío, presto a bañarse en esa mezcla de sudor humano y olor frutal. Pasa por los puestos mirando con ojo experto, viendo los tímidos tomates, los envidiosos pepinos, las ciruelas de la falange, los nada supersticiosos limones. Esa exposición de colores y formas que lo subyugan con su belleza. Finalmente se para en uno y pide la vez.

- Quien es el último, grita por encima del estruendo de la marabunta dispuesta a devorarlo todo.

- Yo, responde un señor alto, anciano, con un acusado temblor en la mano.

E Ismael se apoya sobre su pierna izquierda para esperar su turno. Mientras, la gitana se desenvuelve con soltura, hablando y pesando, en una balanza antiquísima, de esas que son blancas y tienen una espalda en donde una aguja de rojo, de volubles sentimientos, oscila sin pararse jamás en un lugar determinado. Una balanza para la que según el humor con que se levante un kilo puede pesar entre 700 y 900 gr.

Y la gitana habla y se mueve, vociferando las excelencias de su mercancía, llamando la atención a las señoras que pasan, mientras convierte el kilo de pepinos que le han pedido en dos kilos, oiga señora que son muy buenos y no se va a arrepentir, y la balanza, por su parte, convierte los dos kilos, en un kilo y medio por mor de su propio estado de ánimo.

Y la gente va llenando sus cestos de las hortalizas, brillantes a base de agua espolvoreada, apetitosas. Otras, como las acelgas o la col, ingeniosamente travestidas para esconder lo que hay debajo; cómo alguien civilizado puede comer semejantes cosas piensa Ismael, y, por un momento, duda en si refería a las coles o a los travestidos.

Ensimismado en sus pensamientos las personas que estaban delante de él en la cola van siendo sustituidas por otras que van pidiendo la vez, en un ciclo de renovación sin fin, hasta las tres más o menos en que si finaliza, porque la gitana está hasta el gineceo y cierra el chiringuito. Por fin, Ismael ve como la gitana chilla que a quién le toca y el anciano que va delante de él responde que a mí que ya era hora.

Y la gitana vuela como una centella hasta cuadrarse delante de él, expectante; y espera sus instrucciones con mirada inquisitiva, presta y dispuesta. Pero la orden no llega. Entre el estruendo del tumulto que pasa y grita el anciano permanece mudo, impasible, pétreo, abstraído en algún sublime pensamiento que ronda su cabeza. Y la gitana comienza a impacientarse, que va a querer buen hombre, le dice con una media sonrisa que le parte la boca. Y el anciano sigue mirando el puesto, mientras la gitana deja descansar sus manos enfundadas en bolsas, se ve que los guantes son prohibitivos para un puesto de verduras, sobre su enorme vientre convertido en mostrador. Mientras el anciano continúa en su metafísica duda, la romaníparlante comienza a taconear en el suelo algún tipo de danza primitiva, enraizada en las más profundas capas del cerebro, las que pertenecen al llamado cerebro de reptil, aquellas de las que provienen los sentimientos primigenios, el hambre, la sed, las ganas de asesinas a un viejo chocho que me está haciendo perder la mañana y que los clientes se vayan a otro puesto.

Por fin, el abuelo señala hacia una de las cajas:

- Me pone un par de tomates, dice con voz temblorosa.

Antes de terminar la frase, los tomates están embolsados, pesados y dispuestos delante de é.

- Qué más le pongo, dice la gitana con una especie de gesto amable.

- Nada más, la cuenta, gracias, articula el anciano con dificultad.

La cara de la gitana se transforma se vuelve una máscara Ticuna(1), con plumas y todo; mira al fósil antediluviano, mientras sus entrañas comienza a enroscarse unas en torno a otras, rezumando bilis a borbotones. Al fin, abre la boca con un esfuerzo inimaginable.

- Veinte céntimos, escupe como una dosis de veneno lanzada por una cobra.

Y, entonces, para desesperación de todos los que en el puesto observan la escena, el anciano mete la mano en su bolsillo y saca un monedero que desabrocha y escancia, para dejar ver una colección de moneditas. Y el anciano, va cogiendo las monedas con una mano que se mueve con vida propia y las va depositando, una tras otra, en la mano extendida de la gitana, cuya sangre ha debido de entrar en ebullición, como demuestra la columna de humo que se eleva desde su moño recogido en la nuca.

Cuando, por fin, el anciano termina de depositar el capital, coge la bolsa con mano temblorosa y con un condios, hastamañana, se va dando pequeños pasitos, ajeno a la larga colección de enemigos irreconciliables que acaba de hacer.

Y la gitana, con gesto entre recocido y resignado, se recompone el delantal, se aparta los cabellos de la cara, y grita:

- Quien es el siguiente.

Ismael responde, yo. Y comienza a pedir con ritmo sostenido, un kilo de tomates, dos mangos, un kilo de peras que estén maduras y va llenado las bolsas poco a poco. La gitana revolotea como una luciérnaga que fuera atraída por múltiples luces a la vez, y va de una caja a la otra, como una saeta lanzada con increíble puntería. Ismael, se toma unos segundos, con un ojo puesto en los imperceptibles cambios que pudieran producirse en el semblante de la gitana, ya está piensa, creo que ya no necesito nada más. Y, cuando está a punto de echar el cierre a la lista, lo ve. Grande, duro como una piedra, lozano y atractivo, un calabacín como un ariete medieval.

No duda un momento, mira a la gitana, apunta con su dedo extendido hacia un punto inequívoco:

- Me pones ese calabacín, dice con seguridad.

- Este, pregunta la gitana alzando en su mano un buen ejemplar.

- No, el de al lado, dice Ismael, el grande que es para asarlo.

_((1)Los Ticuna son una tribu precolombina que fabricaba bellas máscaras de guerra.

Y entonces ocurre. Junto a él suena una voz que se expresa con el conocimiento de la verdad absoluta:

- Ese es muy grande para asar, se te va a quedar duro, mejor uno más pequeño.

Ismael gira la cabeza y la ve. Una señora cuarentona, con unos pendientes como las ruedas de un camión y una cara en la que han se han empleando a fondo una cuadrilla de albañiles.

- Da igual, dice Ismael, con una sonrisa.

- Dale mejor dos de los otros, más pequeños, le indica la buena señora a la gitana, haciendo un gesto en el aire como dando por zanjado el tema.

Ismael se impacienta pero se vuelve a la gitana con tranquilidad.

- No, no, dame el grande que no pasa nada. Y comienza a sacar el dinero del bolsillo.

- Que no, chiquillo, que no, tu hazme caso a mí María, dice a la gitana, ponle los pequeños que luego lo va a agradecer.

Y entonces Ismael resopla, traga saliva, piensa un momento, se vuelve despacio hacia la señora y busca sus ojos con una mirada dulce y lánguida.

- Señora, es para metérmelo por el culo.

La señora se petrifica, salvo por la mano derecha que comienza a subir y bajar haciendo las señal de la cruz, como el gato ese que venden en los bazares chinos, una y otra vez, hacia arriba y hacia abajo, se presigna sin parar, tetánica, como en un bucle del que ya nunca podrá salir.

Y la multitud estalla en una carcajada colectiva como jamás se oyó en aquella plaza en un día de mercado.

Ismael paga, coge las bolsas con los recién adquiridos productos y se dirige hacia su casa, dejando atrás el puesto, las caras socarronas que lo miran, y a la señora que ya por siempre quedará allí junto a las hileras de palmeras y la estatua del aguador.

Llegaste cuando estaba dormido

Dormita mi casa en un trapecio sin redes

Plegada en sí misma como un animal herido,

Respira sin esfuerzo el aire que desprenden

Mis pulmones cansados de tanto haber vivido.

Crujieron reumáticas sus cansadas paredes,

Acomodándose sus anchos muros dormidos

a las gráciles curvas de los pesados muebles

sobre la acogedora piedra tendidos.

El tiempo incansable olvidaba sus leyes

Y hacía una pausa en tejer el destino

En que vivían inmersos todos los seres

Creyendo que construían su propio camino.

Y, así, a mi lecho se acercaron tus pisadas leves

Apenas deshiciste las blancas sábanas de lino,

En mi cuerpo olvidado, tus caricias silentes

Fueron como el agua que riega los olivos.

Nacieron, de súbito, vivientes brotes verdes

De las sillas, las mesas y los libros,

Sedientos de tu piel tersa y turgente

Sedientos de recorrerte con dedos precisos.

miércoles, 2 de mayo de 2012

Por la mañana

Nace la mañana en las copas

De los verdes olivos aceiteros,

Rojas gotas de sangre acunadas

Por los jaramagos mecidos por el viento.

Camino, conmigo mismo,

Por la tierra andaluza en la que crecí,

Acompañado de esa huidiza fiel amiga

Que a nadie sigue salvo a mí.

Ladra en el cortijo el perro,

Castañetea la roja perdiz,

Lejano en el rojo horizonte

El camino serpenteante se une al añil

De un cielo que se me antoja lejano

Como al lugar al que yo quisiera ir.