sábado, 4 de abril de 2015

JACINTA, POSEÍDA

No todo estaba en su sitio aquella mañana lloviznera y ventosa de febrero. La cafetera se había movido de manera casi imperceptible de modo que su redonda base se solapaba ligeramente con el círculo marrón que ella misma había dejado sobre la encimera, creando una finísima media luna en torno a su borde como único rastro de la mudanza acontecida en algún momento de la noche.
También otros objetos de la cocina habían sufrido aquella pequeña migración durante el pasado periodo selénico. Atraídos o repelidos por el cuerpo celeste, quien sabe, o tal vez simplemente animados por su taimada luz que con disimulo alumbró las oscuras horas.
Lo cierto y verdad era que cuando Jacinta entró en la cocina un súbito vahído casi la postró contra el suelo de cuadros marrones y verdes, desgastado a fuerza de uña y estropajo, y tuvo que aferrarse al quicio de la puerta para no quedar tendida contra el pavimento como un perro atropellado cualquiera. Estabilizada ya en el vano, sostenida con ambas manos a las jambas, solidificó su estupor en un súbito escalofrío férreo y vertical que la recorrió desde los talones a la nuca para envararla cual soldado raso frente a la orden de firmes de un mando. Para cuando su juncal figura adquirió de nuevo la flexibilidad que le era característica el sol había recorrido ya un cuarto del arco mañanero y perlaba de áureas gotas sus sienes iluminadas intensamente a través de la ventana. En ese espacio de tiempo que no pudiera decir si corto o largo, pese a que era fácil adivinarlo por la carrera matutina del rayo de luz que iba avanzando de dos en fondo a través del impoluto cristal en una perfecta línea que acuchillaba las baldosas para luego zaherir la pared con un tajo vertical, Jacinta pudo comprobar en su forzada inmovilidad que efectivamente los enseres domésticos no se ubicaban donde debieran sino que por mor de un aliento inopinado debieron de haber mudado su posición durante la pasada madrugada.
Un espasmo le sacudió el estómago y estuvo a punto de vomitar una bilis amarilla y espesa que no llegó a expeler por prevención a deslustrar el pulcro espejo enlosado tantas veces enjabonado en largas jornadas de faenas domésticas. La súbita contractura abdominal fue causada, por lo que pareciera, por la toma de consciencia de los movimientos de mobiliario y enseres acaecidos en la penumbra nocturna, pero ya indagando más sobre la verdadera esencia del trastorno gastrointestinal, Jacinta comprendió que una presencia externa se animaba en sus entrañas y tomaba posesión de su cuerpo con la sólida determinación de César durante La Guerra de las Galias. Y aunque el latín no era una lengua que ella dominara, ni jamás había leído a César ni tan siquiera supiera de su existencia histórica, aunque si conocía la existencia de los romanos por las películas que durante la Semana Santa proyectaban en este bendito país pío y devoto como el que más durante al menos siete días al año, aunque como digo, nada supiera de los casos del latín, Jacinta comenzó a farfullar frases inconexas en la lengua muerta que poco a poco fueron tomando coherencia hasta constituir una melopea grave y consistente como un río que fluye de las altas cumbres caudaloso y aguerrido.
De improviso, frente a sus ojos extraviados, y fruto de la incesante cantoría, los objetos volvieron a animarse como a lo que sabemos ya habían hecho antes, y tomaron derrota por la cocina en busca de los acomodos que mejor les pareciera.
Para cuando Jacinta retomó la lucidez, la estancia le pareció un lugar extraño en el que jamás había estado. Nada estaba en su lugar sino que donde ella guardaba las sartenes ahora estaban los platos, y donde debiera estar la nevera, había un mueble que contenía las copas cristalinas y pulidas. Así fue reconociendo la cocina palmo a palmo, como una unidad de infantería que reconociera el terreno por miedo a campos de minas o nidos de ametralladoras.
Terminada la tarea de inspección se sentó a desayunar a la mesa, y mientras bebía el fragante vino, sopesó durante algunos minutos si volver las cosas al estado que recordaba o bien dejarlas en su lugar, pensando que tal vez esta era su distribución habitual y que era su memoria la que le jugaba una mala pasada mostrándole una cocina que jamás había existido sino en su imaginación. Tras una intensa reflexión y un botella del rojo caldo, olvidó por completo en lo que estaba pensando y notó el aliento intenso y ardiente del sol sobre su espalda lo que le recordó que era la hora del almuerzo y a ello debía de ponerse.

Sin más dilación, y con soltura manifiesta, todo hay que decirlo, acometió la preparación de la pitanza, encontrando a la primera y sin preámbulos cada uno de los ingredientes o enseres que necesitaba, conforme al plano grabado a fuego en su cerebro de la arquitectura cocinil fruto de años dedicados a la elaboración de los productos alimenticios en aquel espacio que conocía milímetro a milímetro por mucho que durante breves periodos de tiempo, en razón de quizá su propia iniciativa, o de alguna que le era ajena aunque cercana, cambiara súbitamente.

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