Hoy ha tocado excursión a Sevilla con la chavalería del insti. Qué
experiencia tan maravillosa y enriquecedora. Yo he llegado a las 7:45, puntual
como la muerte, como no podría ser de otro modo. Mi gen celta anda por ahí
siempre dando el coñazo. Eso sí, los autobuses han llegado media hora después.
Ya sabemos que el yin y el yang siempre tienen que manifestarse; por cada
andaluz serio y cabal debe de haber dos juancojones a los que se la refafinfla
todo. Pero bueno, he respirado 13500 veces para no empezar mal el día y me he
dicho que hacía una bonita mañana de martes y no quería acordarme de la familia
de nadie a tan madrugadora hora. Misión imposible. Mientras controlaba que las
extraordinarias criaturas que pastoreamos no salieran a la carretera y lo pusieran
todo perdido de su sangre, una madre con un transatlántico me ha donado un
sonoro bocinazo para poder llevar a su noble vástago hasta la mismísima entrada
del instituto, no fuera que la sangre de su sangre anduviera a tan tierna edad
un metro sobre el pavimento con sus propios pies y se mancillara de tan vulgar
humanidad. Cuando me he dado la vuelta he agradecido tan sonora dádiva con la
mejor de mis sonrisas pues el subfusil me lo están limpiando y de nuevo he
contado 5532 respiraciones para controlar mis manos que caminaban con voluntad
propia a empalmar la "chirla" que siempre llevo en la mochila.
Bueno al final hemos conseguido
ubicarnos en los autobuses. Y yo con mi proverbial sentido de la urbanidad me
he ido al final para controlar al pasaje. Qué maravillosa idea. Cómo describir
aquí con palabras la extraordinaria sensación de sumergirse en esas preclaras
mentes. Esos móviles estudiantiles reproduciendo porno, juegos de violencia
extrema y “música” trap todo a todo volumen en un disintonía propia de la mejor
banda de jazz puesta de peyote y vodka hasta las cejas.
En un determinado momento he dado
una cabezada y se ha iluminado en mi mente un maravilloso sueño en el que unos monos
rabiosos y babeantes arrancaban mis ojos con sus manos y raían mi piel con sus
uñas mugrientas mientras se arrojaban sus propios excrementos en una bacanal
salvaje. Sin embargo, cuando desperté, los monos todavía estaban allí …
Así, rodeado de tan agradable
compañía hemos llegado al recinto que acogía el concierto. Una descomunal sala
fría e impersonal más propia de una fábrica que de un lugar donde deberían
sonar las cultas notas de Purcel. Aun así, si uno cerraba los ojos, la música ejercía
su mágico poder y era capaz de sacarle a uno de la jauría y transportarlo a un
lugar en donde el flautín saltaba pizpireto a las orillas de un lago de aguas
cristalinas, mientras las melodiosas flautas caían por una cascada cantarina, y
los violines se bañaban en las apacibles aguas a la vista de unos ilustres
contrabajos que pacían mansos sobre la hierba recién cortejada por el rocío del
alba aún en retirada.
Por supuesto en cuanto uno habría los ojos,
toda la magia desaparecía de modo instantáneo y volvía uno a ver móviles
encendidos, golpes saltando de unos asientos a otros y chicles pegados a los
asientos del recinto musical. Y quería uno convertirse en un pequeño sátiro y
salir corriendo y refugiarse en esa Narnia musical y nunca más volver. Cerrar
la puerta del armario por el otro lado, tirar la llave y quemar el puñetero
mueble para evitar cualquier posibilidad de regreso.
Pero Narnia solo existe en los
corazones puros y las mentes infantiles. Y los uno están agusanados por la
telebasura y las otras corrompidas por el uso sin supervisión de las redes.
Así es que sin más contratiempos
hemos regresado en una calurosa tarde de enero más propia de la primavera que
llega que del invierno que se va. Y yo he vuelto a mi piso y mi gatita que es
negra y no conoce las maldades del mundo, ni los gritos ni los malos modos. A
mi gatita que se tumba a mis pies a dormir y cuando se “jarta”, se levanta, se
despereza y melosa como es ella se allega hasta mí y me pide una carantoña. Y
yo, solícito, le paso la mano por su pelaje lustroso y brillante, y ya no me
acuerdo de la barbarie de los gritos, ni de niños de doce años que hablan como
comadres sobre La isla de las tentaciones o First date. No me acuerdo de los
malos modos ni de los chicles pegados en los respaldos de los sillones de telas
policromada. Solo somos mi gatita y yo y la alegre música de Purcel saltando de
mueble en mueble de mi casa tranquila y silenciosa.
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