viernes, 21 de junio de 2019

UN MAESTRO EN EL EXILIO.


La aldea tiene un aire como de cementerio chico, familiar, en el que todos los muertos se conocen y se tratan. Está en las estribaciones de una montaña que la protege y la castiga a partes iguales como un progenitor sensato. A veces lanza la montaña sobre la pequeña población su reprimenda de nieves, hielos y fríos para que no olviden los lugareños que hay que hacer frente a la vida y aprender a vadear las adversidades. Luego, pasada la reprimenda, la montaña extiende su mano acogedora de aguas cantarinas, bosques perfumados e hierbas acolchadas en derredor del pueblo, y lo acaricia con la suavidad de su primavera florida y feraz. Todo eso lo sé ahora y lo he aprendido con el tiempo.
Sin embargo, cuando llegué el primer día a aquel pueblo de la serranía tras atravesar la laberíntica carretera de montaña que desemboca en él, pensé que había sido exiliado del mundo civilizado por mis pecados y que era justo que alguien tan abyecto como yo pasara allí el resto de su vida.
Puse el Gps para que me llevara hasta la escuela. Entonces mi desesperación fue absoluta. No funcionaba. Paré en la cuneta y apoyé la cabeza en el volante, como en las películas de Hollywood. Sollocé quedamente. Cuando por fin me tranquilicé un poco al volver por un momento, aunque fuera en mi imaginación, a los filmes de mi época urbanita, volví a conducir hasta llegar a las afueras del pueblo.
Allí, en un pequeño parque volado a forma de balcón sobre la ribera del río, algunos pueblerinos momificados en su vejez iban girando sobre sus propios talones como girasoles en busca de los famélicos rayos del invierno. Paré junto a ellos. Volví a suspirar sin poder soportar la melancolía. Bajé la ventanilla y pregunté desde la distancia, perdonen me pueden decir cómo ir a la escuela.
Los chivos enchaquetados con camisas blancas oliendo a alcanfor y trajes de rejilla pardos me miraron con desconfianza, como evaluando el grado de peligrosidad que yo representaba para sus vidas monótonas e insustanciales.
Tras unos segundos de silencio uno dijo en algún idioma parecido al español, tire esa calle parriba y cuando llegue a la plaza, a la derecha, no tie pérdida.
Di las gracias y seguí la dirección indicada, una pronunciada cuesta semiasfaltada y estrecha que como había dicho el buen hombre me condujo a una pequeña plaza en la cual por supuesto estaba la iglesia. Giré y desemboqué a otra escuálida explanada en la que efectivamente estaba la escuela.
Aparqué el coche y me quedé allí sentado, mirando aquellas cuatro aulas frías, austeras y funcionales, encuadradas por un enorme macizo montañoso que a sus espaldas se levantaba como una gigantesca mole adusta, casi amenazadora.
Volví a llorar, pero esta vez no hubo lágrimas.

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