La aldea tiene un aire como de
cementerio chico, familiar, en el que todos los muertos se conocen y se tratan.
Está en las estribaciones de una montaña que la protege y la castiga a partes
iguales como un progenitor sensato. A veces lanza la montaña sobre la pequeña
población su reprimenda de nieves, hielos y fríos para que no olviden los
lugareños que hay que hacer frente a la vida y aprender a vadear las
adversidades. Luego, pasada la reprimenda, la montaña extiende su mano
acogedora de aguas cantarinas, bosques perfumados e hierbas acolchadas en
derredor del pueblo, y lo acaricia con la suavidad de su primavera florida y
feraz. Todo eso lo sé ahora y lo he aprendido con el tiempo.
Sin embargo, cuando llegué el
primer día a aquel pueblo de la serranía tras atravesar la laberíntica
carretera de montaña que desemboca en él, pensé que había sido exiliado del
mundo civilizado por mis pecados y que era justo que alguien tan abyecto como
yo pasara allí el resto de su vida.
Puse el Gps para que me llevara
hasta la escuela. Entonces mi desesperación fue absoluta. No funcionaba. Paré
en la cuneta y apoyé la cabeza en el volante, como en las películas de
Hollywood. Sollocé quedamente. Cuando por fin me tranquilicé un poco al volver
por un momento, aunque fuera en mi imaginación, a los filmes de mi época
urbanita, volví a conducir hasta llegar a las afueras del pueblo.
Allí, en un pequeño parque volado
a forma de balcón sobre la ribera del río, algunos pueblerinos momificados en
su vejez iban girando sobre sus propios talones como girasoles en busca de los
famélicos rayos del invierno. Paré junto a ellos. Volví a suspirar sin poder
soportar la melancolía. Bajé la ventanilla y pregunté desde la distancia,
perdonen me pueden decir cómo ir a la escuela.
Los chivos enchaquetados con
camisas blancas oliendo a alcanfor y trajes de rejilla pardos me miraron con
desconfianza, como evaluando el grado de peligrosidad que yo representaba para
sus vidas monótonas e insustanciales.
Tras unos segundos de silencio
uno dijo en algún idioma parecido al español, tire esa calle parriba y cuando
llegue a la plaza, a la derecha, no tie pérdida.
Di las gracias y seguí la
dirección indicada, una pronunciada cuesta semiasfaltada y estrecha que como
había dicho el buen hombre me condujo a una pequeña plaza en la cual por
supuesto estaba la iglesia. Giré y desemboqué a otra escuálida explanada en la
que efectivamente estaba la escuela.
Aparqué el coche y me quedé allí
sentado, mirando aquellas cuatro aulas frías, austeras y funcionales,
encuadradas por un enorme macizo montañoso que a sus espaldas se levantaba como
una gigantesca mole adusta, casi amenazadora.
Volví a llorar, pero esta vez no
hubo lágrimas.
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