Desde mi balcón puedo ver bajo un
cielo gris un millón de manos que se agitan en la tarde mortecina. Un millón de
cabezas despeinadas y de ojos huidizos, un millón de bocas deseosas de besos,
un millón de cuerpos que anhelan los abrazos. Desde la soledad de mi balcón,
proa de un barco inmóvil sobre la línea de un horizonte que se abate sin medida
sobre las cabezas de mis congéneres en su ajetreo insustancial y cotidiano, veo
el universo que se extiende inmisericorde sobre nuestra fugaz vida que se
agosta con cada bocanada de aire que tomamos. Bajo la inmensidad de la bóveda celeste
que amenaza siempre, cual espada de Damocles, con arrebatarme los últimos
jirones de cordura que me restan, no puedo dejar de ver a los de mi propia
especie como roedores que corren con premura en la rueda de la jaula que los
aprisiona. Manejados a voluntad por las leyes de la biología que les impone el
nacimiento, el raudo crecimiento, la reproducción para la perpetuación de la
especie, la senectud inmisericorde y la feliz muerte que resuelve todos sus
problemas y pone fin a sus sufrimientos y quejas. Y para poder cerrar ese ciclo
maldito, los humanos nos olvidamos de la misma existencia de esa rueda mortal
en imparable giro, de la vacuidad que supone esa huida hacia adelante que en
cada paso, en cada minuto, nos acerca, como la polilla atraída por la luz,
hacia nuestro propio fin. El maldito regalo envenenado que es la consciencia
nos mejora como especie y, a la vez, nos condena a entender, sin lugar a dudas,
la naturaleza absurda de la existencia. Y a pesar de eso, cada mañana, mis
coetáneos se levantan, laboran, construyen rascacielos y autopistas, componen
canciones y redactan libros, sesudos o estúpidos; ocupan set de televisión para
rodar putrefactos programas de cotilleo donde descuartizan a sus semejantes
para consumo de la purulenta sociedad en la que vivimos. Ruedan películas,
profundas, de acción sin argumento, románticas edulcoradas. Suben persianas, se
afanan en vender todo tipo de productos, innecesarios y consumistas, esenciales
para la vida. Productos de diseño, superempaquetados en plástico para nuestra
perdición. Y viajamos, y rodamos por todo nuestro ancho mundo, minucia insignificante
cósmica. Y volamos en la seguridad y la premura hermética enlatada de los
aviones, o en los ataúdes con ruedas que son los automóviles, o en el
anacronismo de barcos que surcan los mares que envenenamos cada día. Y así
nuestra rueda va girando cada día, conscientes de nuestra vida, inconscientes
de la futilidad con la que la gastamos, como la mecha que se consume a toda
prisa para hacer estallar nuestros cuerpos y dispersar los átomos que los
compone en este universo que nos acoge sin propósito alguno.
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