miércoles, 25 de septiembre de 2013

POSEÍDA

Aquello no estaba preparado. Simplemente se levantó para ir al trabajo como cualquier martes y se sintió incapaz. Incapaz de ducharse, ponerse el traje, desayunar con su marido y sus hijos, coger el coche, esperar en el atasco, llegar al trabajo. Incapaz de sonreír a las víboras de sus compañeras, de acatar las órdenes estúpidas de su jefe. Sintió que aquello le estaba drenando la vida. Qué aquella mujer era un parásito que se había adueñado de su cuerpo y usurpaba su voluntad mientras los años pasaban y ella era incapaz de desalojarla y tomar las riendas.
De modo que esa mañana cogió a aquella furcia por el cuello y la golpeó contra los azulejos del baño en la soledad de la ducha, hasta que una mancha oscura y sanguinolenta quedó alojada junto al espejo con una perfecta simetría.
Llenó una bolsa de viaje con algunas pertenencias y salió con sigilo. Condujo el coche hacia la salida de la ciudad; hacia aquella carretera que era el cordón umbilical que la uniría a su felicidad.
Decidió volver al pueblo de su infancia. Aquel lugar apartado y recóndito, perdido en las montañas, camino de la costa. Un lugar abrigado del mundo, todavía protegido del ataque de la vida moderna, de las prisas, de las ataduras.
Cuando llegó lo reconoció como el pueblo de su infancia. Y se reconoció a sí misma. La otra había muerto, había quedado lejos en la ciudad, en aquel cuarto de baño que había sido su cárcel por dos décadas. Había quedado en aquella casa, donde su propia familia había sido su carcelera, donde su lecho era un ara que la ofrecía en sacrificio al concepto de familia.
Se instaló en la casa de sus abuelos, largo tiempo abandonada. La decoró con mimo y paciencia y vivió aquella nueva felicidad cotidiana gracias a las inversiones que la perra, como ella la llamaba, había hecho en el pasado.

Pero por desgracia aquello no duró mucho. Una mañana al mirarse en el espejo, la vio de nuevo, de improviso. Estaba allí. Había cambiado el traje de alta costura por un sencillo vestido de flores y un delantal. El peinado de diseño, por un pelo suelto recogido a penas por dos horquillas. El collar de ágata, por una cruz de madera. Pero era ella. Había vuelto una vez más, para usurpar su vida.

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