jueves, 6 de noviembre de 2014

CATARATAS SOBRE UNA MINUCIA

La puerta al cerrarse suena como una costura que se desgarra, por la que sale la carne amada, propia, hacia el frío de la calle, hacia la intemperie. Sale para no volver, para no regresar al calor cotidiano del hogar. Para perderse para siempre en el maremagnum de desconocidos invisibles que pueblan las aceras de esta ciudad amada también. Y también extraña.
Carlos se ha ido. Y no volverá. No volverá a dejar el aseo lleno de botes, maquinillas, aspirinas, …
No volverá a dejar pelos en el lavabo cada vez que peina su negro cabello, denso y lustroso. No volverá a meter sus pies fríos entre los míos bajo las sábanas.
Lleno un vaso de agua y bebo, sofocando la ira y la tristeza. Veo mi agua que se mezcla con el agua. La superficie que debiera ser lisa se aonda con mar de fondo,  y mis manos que se afanan en sujetar el vaso y lo estampan contra la pared en una súbita explosión de incomprensión fiera.
-          Tapa la pasta de dientes, que siempre la dejas, le digo a Carlos.
-          La he tapado, responde sin apartar la vista del libro.
-          Ah, pues se habrá destapado sola, replico.
Silencio. Mudo silencio petrificado en la insondable laxitud de los vacuos movimientos de sus párpados inquietos.
-          Puedes dejar el libro cuando te hablo, insisto como un carnero que escarba en el monte.
-          Qué quieres, arrastrando la segunda sílaba, estirándola como la cinta de un tirachinas antes de soltar la pedrada, acumulando tensión cinética.
-          Que no se va a destapar sola, digo, que si puedes tener más cuidado.
-          Que si, y la i se hace infinita, con efecto Doppler, grave a medida que se acerca, cada vez más aguda conforme se aleja y se pierde por el pasillo.
-          Gracias, me rindo.
-          Joder, que coñazo, las letras se pierden entre su dentadura blanca y perfecta, se deshacen y pierden su fonética. Las palatales se hacen labiales, las interdentales, linguales. Los sonidos se mezclan y combinan hasta convertirse en un murmullo sólo descifrable por la piedra Rosetta de la larga convivencia cotidiana.
-          Joder, me cago en la leche, es que estoy harto de tener que estar quitando todo de en medio para que esta casa sea habitable; como un istmo que se parte ante el empuje de las placas tectónicas, para dejar paso al inmenso océano y aislar por eones las masas de tierra antes unidas.
-          Coño, pues déjalo ahí que no pasa nada, que ya se quitará, que pareces una maruja vieja, levantándose con un resorte del sofá, erguido como un titán redivivo.
-          La maruja soy yo, ay que joderse, y lo dice el que se pasa el día viendo programas de mierda, que si Sálvame, que si Gran Hermano, ahí tirado como una manta. Que yo tengo que trabajar y paso todo el día en la calle y el señorito encima aquí calentito, viendo la tele. Y mana el cansancio cotidiano del venero de la insatisfacción de un trabajo alienante y mal pagado.
-          Tendré yo la culpa de no tener trabajo, que cojones, que no paro de echar curriculum, pero si no me cogen que quieres que haga. Cuando la frustración se hace viscosa, sedante, se convierte en una pasta gelificante que condensa las esperanzas y los anhelos hasta convertirlos en pesadas losas que lastran el ánimo a los pies del televisor.
-          No digo que tengas la culpa, pero al menos podías ayudar en casa, ya que no traes dinero, al menos descárgame de trabajo en lugar de darme más, coño, que pareces una garrapata, digo mientras golpeo sin querer el jarrón que cae hasta hacerse añicos, sin que haya intentado impedirlo, siendo consciente de que mi mano lo golpearía, sin intención de quebrarlo, esperando ver como se destroza contra el suelo.
-          Pero que coño haces, eres tonto o qué te pasa. Y su mano ya es martillo, es la piedra del tirachinas que toma consistencia granítica, ya es destrucción que atraviesa la habitación hasta desahogar dos años de dolor concentrado.
-          Fuera, fuera de mi casa, en un grito largo, corrompido por la tos de la impotencia y el desconsuelo de la humillación.

Y recojo los cristales del vaso entre un charco de agua que sigue en aumento, que se extiende por el salón, que anega las habitaciones y rebosa por la fachada del edificio como una catarata inextricable que se vierte sobre la calle oscura de esta extraña ciudad.

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