Este es Kevin, de 12 años. Kevin
es un niño menudo, un poco desaliñado en el vestir y en el caminar. Como si sus
brazos y piernas no formaran parte de su cuerpo y llevados por su propia
inercia tiraran de Kevin en direcciones diversas mientras él intenta seguir un
rumbo más o menos fijo.
Kevin también se peina a veces,
la mayoría, no. Es un poco olvidadizo. Seamos generosos a estas horas de la
mañana. Quien de los 365 días que tiene un año no ha olvidado peinarse y
lavarse la cara 352. Es un niño normal. En el sentido amplio del término. O sea
tiene todos los órganos y estructuras corporales idénticos a los de cualquier
otro de los niños de su edad. Claro que si miramos con un poco más de detalle,
normal, normal, no es.
Asomando del bolsillo de su
camina lleva unas tijeras. Y colgada de un lateral de la mochila que lleva al
colegio, de Spiderman, como no podría ser de otra manera, lleva una bolsa.
Kevin sale todas las mañanas
rumbo al colegio y tiene que caminar unos quince minutos. No se le hacen largos
en absoluto, más bien se le hacen cortos, porque va entretenido buscando por
los jardines y setos, plantas de hojas grandes y de colores vivos que con mucho
cuidado corta y mete en su bolsa. Una sola hoja de cada planta porque Kevin no
quiere dañar a las plantas, solo les pide prestadas algunas de sus hojas.
Buenos días, señor Rosal, piensa
plantado con sus tijeras frente a un precioso arbusto con rosas rojas y
blancas. Le tomaré una hoja si no le importa, comenta para sí cortando con
mucho cuidado una del tallo.
Luego va repitiendo la operación
a lo largo del camino. Buenos días, señor Jaciento. Buenos días, señora
azucena. Y va recolectando con mucho cuidado las preciosas hojas que guarda de
manera ordenada en su bolsa.
Lo peor es cuando en su tarea de
recolección se topa con algunos de los compañeros más crueles del colegio.
-Adios friki, le gritan.
-Ahí va el estúpido cortador de
hojas, dicen otros, lanzándole piedras, que normalmente no le alcanzan.
Lo pasa un poco mal por unos
momentos y camina más de prisa pasándose algunos de sus lugares de recolección
y eso le enfada un poco. Pero bueno luego se tranquiliza y sigue hasta que
llega al colegio.
Al salir del colegio le recoge su
padre y lo lleva a casa en el coche.
-¿Qué tal la cosecha esta mañana?
, pregunta su padre con naturalidad, que tal estaban tus plantas hoy. ¿Y las
clases?, todo bien.
Claro que su padre no espera
respuesta. Kevin nunca responde. Dejó de hablar el día en que su madre murió.
Pero la psicóloga ha dicho que debe seguir preguntándole, que un día, cuando
Kevin esté preparado volverá a hablar. Que debe de seguir escuchando su voz y
tener paciencia y calma y no presionarle. Que Kevin debe notar que su padre
está ahí para cuando esté preparado para volver a comunicarse con él.
Su padre es un buen padre.
Trabaja y lleva la casa adelante tan bien como cualquier persona con esta
responsabilidad. Ni mejor ni peor. No es un superhéroe. No es un extraordinario
showman que hace reír ni tampoco un malvado que martiriza a su hijo para
desahogarse por los reveses de la vida o la desgracia de haber perdido a su
mujer. No. Es solo un hombre que intenta vivir la vida y criar a su hijo lo
mejor que sabe y puede.
Cuando llegan a casa, Kevin se
dirige a su habitación, deja la mochila y desata la bolsa de las hojas. Pero su
padre va detrás de él, como todos los días.
-Kevin, no tienes que hacer
deberes del colegio.
Kevin deja con cuidado la bolsa
de las hojas en el suelo y se dirige con mala cara hacia el escritorio. Odia
los deberes.
Hace todo rápido. Se equivoca un
par de veces y tiene que repetirlo. Por fin termina.
Recoge la bolsa de las hojas y
con cuidado las extiende sobre el escritorio. Tienen múltiples formas y
tonalidades de verde e incluso de rojizos. Con bordes dentados, serrados o
lisos. Con el haz lustroso y brillante o mate. Con venas muy ramificadas y
abundantes o escasas.
Luego coge sus tijeras y con
mucho cuidado va recortando en cada una de ellas un pequeño corazón que va
arrojando en un gran bote que se va llenando. Hay cientos o miles de pequeños
corazones de hoja. Todo en un perfecto estado de conservación, inmarcescentes
ante el paso del tiempo.
Y kevin sigue recolectando hojas
y cortando corazones minúsculos que va atesorando en su tarro de cristal. Días
tras día. Pasan las semanas y luego los meses. Y también las estaciones se
suceden. Y Kevin recolecta sin cesar sus hojas, a menudo bajo los insultos o
agresiones de sus compañeros. Una veces de plantas de hojas caduca, otras, en
invierno u otoño, solo de las perennes. Y todas se van acumulando con la misma
forma de corazón recortado con esmero, como una filigrana de un platero de la
Granada musulmana.
Los huesos de Kevin crecen y con
ellos el resto de su cuerpo. Pero Kevin sigue sin hablar. Va al colegio.
Realiza sus tareas. También las de la casa. Sus calificaciones son mediocres
pero a trancas y barrancas va llevando los trimestres como puede.
Una noche como otra cualquiera su
padre está en el salón después de cenar. Está tomando una cerveza mientras ve
un partido de fútbol. En la semipenumbra de la sala de estar, por fin un poco
de tranquilidad después del ajetreo del día. Kevin ha estado en su cuarto toda
la tarde muy tranquilo y callado. Después de hacer los deberes, ha estado con
esas malditas hojas. Pero bueno al menos con esas manualidades no molesta ni se
mete en líos. La adolescencia es complicada en todos los chicos.
Kevin sale de su habitación y
llega hasta donde está su padre. Se queda en el dintel de la puerta mirándolo
sin ser visto amparado en la oscuridad. Se le ve cansado. Tal vez triste. Le ve
retrepado en el sofá, viendo el fútbol, sin emoción. Quizá con un tono de
perpetua melancolía cruzándole la cara.
Kevin da un paso adelante,
saliendo de las sombras. Saliva varias veces. Lo intenta pero no puede. Intenta
articular las cuerdas, moverlas para que hagan su trabajo, crear sonidos en su
garganta. Un nudo se le atraviesa. Lo vuelve a intentar. Y por fin, un susurro
quedo, como un ronquido lejano proveniente de las mismísimas entrañas de la
tierra, se despega de su boca y sale al exterior.
-Mamá está en mi cuarto, dice con
una voz casi irreconocible.
Su padre se sobresalta y mira
hacia donde su hijo, ya un joven casi más alto que él mismo, lo ha estado
observando.
-Kevin, que dices, hijo.
-Mamá está en mi cuarto, repite
Kevin ahora con un poco más de intensidad.
Su padre permanece perplejo.
Sumido en la emoción de volver a escuchar la voz de su hijo y a la vez
sobrecogido por las primeras palabras que este articula en dos años.
-Kevin, Kevin … no, no, mamá
murió, no te acuerdas.
Pero Kevin no ceja, levanta un
brazo y apunta a su dormitorio y repite con voz cada vez más clara – mamá está
en, traga saliva para poder seguir, mi cuarto, ahora las lágrimas comienzan a
brotar de sus ojos mientras su voz recién adquirida tiembla al hablar.
Su padre lo mira entre la
tristeza y el desconsuelo. Esto era. A esto había que llegar, piensa para sí.
Tanta paciencia, tanto esperar, para esto, para llegar a esto. Como puede ser
tan cruel la vida, porqué ensañarse con nosotros. Mira a su hijo señalando la
habitación. Inmóvil. Llorando furtivamente.
Se levanta con un tremendo
esfuerzo del sofá, con un cansancio que no es físico, que proviene de lo más
profundo de su alma, con ese cansancio que sabe ya que nunca la abandonará el
resto de su vida, con esa pesadumbre que formará parte de él mismo hasta el
último día de su vida.
Kevin se mueve hacia su
habitación mientras su padre va siguiéndolo. Al acercarse un leve resplandor
emana de la oquedad tras la puerta, aunque la luz está apagada.
El padre de Kevin llega hasta el
dintel de la puerta y se asoma. En el suelo de la habitación una figura humana
resplandece. Contra el piso, una forma plana se transmuta tomando diversas tonalidades
que asemejan la piel, y los cabellos, y ojos y cejas y otras partes del cuerpo.
Y bajo el leve fulgor aparecen las facciones de una mujer de mediana edad, con
el cabello castaño y unos intensos ojos marrones. En sus labios asoma una
ligera sonrisa. Todo su ser huele a hojas frescas recién cortadas, toda la
habitación se impregna de una fragancia de savia recorriendo los tallos de las
plantas, de la vitalidad de un bosque recién amanecido regado por el rocío de
la noche. Cuando el padre de Kevin se fija más ve que toda la imagen es un
puzzle formado por diminutos corazones que unidos dan lugar a aquella aparición
imposible.
-Pero Kevin, esto que es, esto no
es …, balbucea.
-Ella decía que pertenecemos a la
naturaleza, y que la naturaleza está en todos nuestros corazones. Ella me lo
dijo. Ella estaba guardada en el corazón de las hojas; Kevin va desgranando las
palabras entre lágrimas como puede, tropezando con cada una de ellas, tras todo
este tiempo de mutismo. Pero las palabras salen, aún a trompicones, las
palabras salen de algún lugar más allá de su garganta.
Su padre llora, llora ya sin
contención. Solo abraza a su hijo y llora sin apartar la mirada de la figura
luminiscente de su mujer.
Poco a poco la figura se va
apagando. Los trocitos de corazón se van volviendo marrones. Se cuartean y se
vuelven quebradizos, como si pertenecieran a hojas secas recogidas hace muchos
meses. Se van deshaciendo y van formando una pequeña capa de ceniza parduzca
sobre el suelo de la habitación que se va quedando en silencio y a oscuras.
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